El gran desgarro avanza
El gran desgarro entre clases altas y populares avanza en Europa. La tasa de inflación interanual dio otro paso hacia adelante en octubre en la eurozona, situándose en el 10,7%. Los salarios crecen a un ritmo ni remotamente comparable al del nivel de los precios, lo que se traduce en una consistente pérdida de poder adquisitivo para los trabajadores, que causa proporcionalmente mucho más daño y dolor a las rentas bajas que a las altas.
En paralelo, las subidas de los tipos de interés ya se repercuten en las hipotecas variables. Informaba este diario recientemente de que la hipoteca media ha subido en España algo más de 200 euros mensuales. De nuevo, es un golpe asimétrico, que obviamente sacude más a los sectores más frágiles.
Todo ello se inscribe en una dinámica de fragilización —real o percibida como tal: ambos casos producen efectos políticos— de las clases medias que viene de lejos. El geógrafo francés Christophe Guilluy, que desde hace tiempo se ocupa del fenómeno, acaba de publicar un nuevo libro sobre la cuestión (Les dépossédés, “Los desposeídos”, Flammarion) que aborda sus derivadas en términos territoriales, sociales, políticos. Se puede estar más o menos de acuerdo con sus tesis, pero es evidente que hay ahí un fenómeno central para la comprensión de nuestro tiempo. Las amplias clases medias conformadas en la segunda mitad del siglo pasado, sostiene Guilluy, se van evaporando, con una parte minoritaria que ha logrado engancharse a las clases altas y otra parte, mayoritaria, que se va fragilizando, está incómoda, molesta, defraudada. No tienen líderes o ideologías claras, pero buscan maneras de mostrar su malestar y rechazo por un sistema que consideran excluyente: Brexit, Trump, chalecos amarillos, 5 Estrellas, Le Pen o Meloni; o abstención.
Los gobiernos europeos y las instituciones comunitarias son conscientes del problema. Sólidos programas de bienestar social han atenuado el impacto de las dinámicas capitalistas globalizadas en las últimas décadas. Según datos de Eurostat, el coeficiente de Gini, que mide la distribución de la renta en una sociedad, se ha mantenido sustancialmente estable en la última década. Pero la batalla no está ganada.
Que el índice de Gini haya permanecido constante no excluye que las clases populares sufran hoy un golpe con la pérdida de poder adquisitivo o la subida de las hipotecas. No significa que mercados inmobiliarios tensionados por los movimientos de las clases altas —como argumenta Guilluy— no estén expulsando a las clases populares de centros urbanos o zonas de litoral. No resta agudeza a la sensación de precarización que muy especialmente oscurece el horizonte de los jóvenes. Por ahí avanza el desgarro en las sociedades occidentales del siglo XXI.
Mucho se ha hecho; muchísimo queda por hacer. Nadie dice que sea fácil. Pero subestimar las dentelladas en el poder adquisitivo o las subidas en las hipotecas de hoy supone dejar crecer un malestar que nadie sabe cómo aflorará mañana. Ya ha habido bastantes sustos con los éxitos de políticos radicales como para restar importancia a ciertas cosas.