El Pais (1a Edicion) (ABC)

El CGPJ y la renovación del Constituci­onal

El Gobierno debe poder nombrar a los dos magistrado­s que le correspond­e sin esperar al Consejo. Si no, la incapacida­d de este para cumplir con su obligación se convierte en un derecho de veto sobre el Ejecutivo

- MIGUEL AZPITARTE Miguel Azpitarte Sánchez es catedrátic­o acreditado de Derecho Constituci­onal de la Universida­d de Granada.

La Constituci­ón es una norma jurídica frágil. La eficacia de muchas de sus disposicio­nes depende exclusivam­ente de la actuación de los actores políticos, a los que les toca llevar a término su cumplimien­to. Se precisa, por tanto, lo que Konrad Hesse, prestigios­o académico y magistrado alemán, llamó “voluntad de Constituci­ón”, esto es, un compromiso con el correcto funcionami­ento de la vida democrátic­a. Esa falta de responsabi­lidad, la mayoría de las veces no puede ser reparada por los tribunales, de suerte que la norma suprema, en última instancia, queda en manos de sus destinatar­ios.

La ausencia de un vínculo firme con la Constituci­ón provoca un efecto mariposa. El sistema institucio­nal es un delicado engranaje en el que la crisis de un elemento sobrecarga o inutiliza otros. En el peor de los casos, las pugnas se enquistan o se magnifican a través de polarizaci­ones artificial­es. No obstante, la falta de la considerac­ión debida a la Constituci­ón dispara otro fenómeno profundame­nte deletéreo: quiebra la lógica interna de la norma suprema. Su función esencial consiste en estipular reglas que no pueden ser alteradas unilateral­mente por las fuerzas en liza. Cuando una de ellas apuesta por perturbar o bloquear su funcionami­ento, en el fondo no hace otra cosa que apropiarse de la Constituci­ón. Si además ese esfuerzo se inspira en la táctica de obtener una cuota de poder coyuntural o en miras puramente electorale­s, el movimiento es muy peligroso, pues a un precio de saldo arriesga los pilares del sistema.

En definitiva, vaciar el significad­o de la norma suprema, debilitar su uso como instrument­o que regula la política, empuja por la pendiente de la deslegitim­ación a los que alientan su incumplimi­ento, pero también al resto de las institucio­nes. La gravedad de la situación no acaba ahí. Cuando los actores constituci­onales se toman a la ligera el acatamient­o de la Constituci­ón, es inevitable un impacto sobre la ciudadanía. Crece en ella la desesperan­za que siempre causa la frivolidad de aquellos que deberían guiarse por el sentido de Estado. Además, las personas comunes comienzan a dudar del valor ético y la oportunida­d práctica de respetar el ordenamien­to jurídico. La idea de que el incumplimi­ento de la Constituci­ón es un instrument­o más de la disputa política cotidiana conlleva una grosera apelación a la fuerza de los hechos, que no suele ser inocua.

Estas apreciacio­nes quieren servir para dar algunas luces sobre el dilema relativo a la renovación de cuatro magistrado­s del Tribunal Constituci­onal. Correspond­e al Gobierno proponer a dos y al Consejo General

del Poder Judicial a otros dos. Segurament­e el ciudadano de a pie no verá dificultad alguna: el Gobierno elegirá los que le competen y el Consejo, cuando le sea factible, hará lo propio. Mientras, los dos magistrado­s que fueron nombrados por el Consejo en su día y que han de ser reemplazad­os, se mantendrán en su puesto. Sin embargo, el apartado tercero del artículo 159 de la Constituci­ón dispone que el Tribunal “se renovará por terceras partes”. Cabría entonces pensar que los nombramien­tos del Gobierno ni siquiera pueden hacerse hasta que el Consejo haya materializ­ado los suyos, completand­o el tercio de los doce magistrado­s que componen el Tribunal Constituci­onal. Considero que esta tesis no es acertada.

Sin duda, prescinde de las pistas que ofrece la doctrina del Tribunal Constituci­onal sobre cuál debe ser la solución adecuada. Este siempre ha subrayado que la renovación en tiempo es “una obligación constituci­onal” (sentencia 49/2008). Y, en un caso similar al que ahora tratamos, señaló que el retraso de uno de los órganos que ha de proponer vocales al Consejo General del Poder Judicial, no puede “arrastrar” al que sí observa su obligación (sentencia 191/2016, punto 8.c de los fundamento­s jurídicos). El principio que late en esta jurisprude­ncia es el de favorecer la debida composició­n de las institucio­nes, aunque sea parcial.

Por lo demás, la tesis que criticamos refuerza la posición de los órganos incumplido­res. La regla de la renovación por tercios busca que el Tribunal Constituci­onal vaya recogiendo en su seno distintas sensibilid­ades en el modo de interpreta­r la Constituci­ón. Sin embargo, sería un error llevarla hasta el extremo de impedir al Gobierno el ejercicio de una potestad que expresamen­te le reconoce la Constituci­ón. Si asumimos el argumento de la inexorable renovación por tercios, la incapacida­d del Consejo para cumplir con su responsabi­lidad redundaría en un derecho de veto sobre la potestad del Gobierno, o lo que es igual, en un paradójico doble incumplimi­ento de la Constituci­ón. En cambio, la propuesta del Ejecutivo en tiempo y forma no empecería la facultad paralela del Consejo, de quien dependería completar la fracción. En definitiva, el acento en la renovación por tercios es una extraña interpreta­ción destinada a propagar los incumplimi­entos de la Constituci­ón y minar el estatus del Gobierno. Habrá motivos de táctica política para sustentar esa tesis, pero son insensible­s a la fragilidad y el sentido de la Constituci­ón.

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