‘Horace and Pete’
Hubo un tiempo en el que ver teatro en televisión era habitual. Se emitían clásicos y obras de nuevo cuño que alcanzaban un público mayoritario. Descubrían así al neófito un arte que quedaba lejos de su sofá. El cómico Louis C. K. quería recuperar con Horace and Pete aquella experiencia, aunque sabía que ningún canal le daría la libertad necesaria. La solución: financió 10 episodios de su bolsillo y los subió a su web. Creó un evento televisivo lejos de la televisión.
Horace and Pete nace de una idea clásica. Una pareja de hermanos regenta un bar neoyorquino heredado. Hay clientes habituales, broncas sobre la última barbaridad de Trump y litros de infelicidad que llenan vasos de whisky y jarras de cerveza. Sus paredes encierran una suerte de Cheers depresivo inspirado por el costumbrismo de dramaturgos como Arthur Miller y Eugene O’Neill, pero también por Fellini o Capra (que se sentían también en Louie).
El clasicismo se desprende en cada diálogo, pero su descarnado relato sobre familia, humanidad y depresión tiene mucho de experimental. Los episodios no tienen tiempo fijado ni una estructura clara. La libertad transpira especialmente en el tercero. La actriz Laurie Metcalf se pone frente a la cámara y habla, solo habla, sobre sexo, autodestrucción y paternidad. Un monólogo que recuerda a la mejor En Terapia y que subraya la labor de una de las más infravaloradas actrices de televisión.
Porque el teatro es cosa de actores, y C. K. ha reunido los mejores: Steve Buscemi, Jessica Lange, Edie Falco y Alan Alda acompañan al propio Louie, dramático y contemplativo en el retrato de un personaje basado en su padre. Un canto a un mundo que ya no existe y una crítica a la idealización de la “mejor generación” que retrataba Mad Men. Una generación definida para C. K. por el abandono de su progenitor. Horace and Pete es su conversación con aquellos fantasmas.