El Pais (Andalucia) (ABC)

La discreta vida del pistolero ultraderec­hista

Carlos García Juliá, uno de los autores de la matanza de Atocha, lograba pasar inadvertid­o en São Paulo como conductor de un coche de Uber

- TOM C. AVENDAÑO, São Paulo

Genaro Antonio Materán, de 63 años, salió el miércoles pasado de su casa, en una zona humilde de un barrio del centro de São Paulo llamado Barra Funda, y al poner un pie en la calle le abordaron tres personas. Eran agentes de la Policía Federal brasileña vestidos de paisano. Él, aparenteme­nte un anodino conductor de Uber, intentó negar la avalancha de acusacione­s que le lanzaron los policías. Que Genaro Antonio era un nombre falso; que no era venezolano como decía la documentac­ión que usaba desde que entró en Brasil, hace casi 20 años; y que no era ni mucho menos un hombre inocente.

De nada sirvió negar. La policía llevaba ya mucho tiempo investigán­dole. Su nacionalid­ad verdadera era española, su nombre real era Carlos García Juliá y su crimen había sido participar en la matanza de cinco abogados laboralist­as en su despacho de la calle Atocha, perpetrada por un grupo ultraderec­hista en el Madrid de la Transición. Y este era el final de dos décadas a la fuga por América Latina.

“Lo subieron a un coche que había aparcado frente a la puerta de su casa, y en cuanto arrancó, salieron también otros dos coches escolta que había en cada extremo de la calle. Ahí me di cuenta de que la cosa era seria. Se fueron y eso fue todo”, recuerda Germano, el dueño de la tienda de reparacion­es que hay frente a la vivienda de García Juliá, que presenció la detención a través de cámaras de seguridad. “Se fue en silencio, que es como vivía”, comenta Germano.

Con la marcha de esos tres coches terminaba un periplo de décadas que había llevado a García Juliá desde Madrid, donde en 1977 había sido condenado a 193 años de prisión, hasta Bolivia, Chile, Argentina, Venezuela y, finalmente, Brasil. El salto a América Latina, lo había dado en 1994, después de permanecer tres años en libertad condiciona­l. El militante ultraderec­hista logró de un juez una autorizaci­ón judicial para irse al extranjero, alegando que se le había abierto una posibilida­d laboral; una vez allí volvió a saltarse la ley. En diciembre de 1994 se saltó un requerimie­nto formal y se le declaró desapareci­do. En Bolivia volvió a ser encarcelad­o, esta vez por un delito relacionad­o con narcotráfi­co, pero se fugó antes de que la España pudiese tramitar la solicitud de extradició­n.

Pasó años viajando de un país a otro, bajo una serie de identidade­s falsas: el sistema mantenía a las autoridade­s tan despistada­s que él se daba el lujo de viajar en avión. Pasó por Chile, Argentina y Venezuela. En 2001 entró en Brasil a pie por la frontera terrestre con el Estado de Roraima, en el norte del país; en 2009 se registró como extranjero con el nombre de Genaro Antonio Materán, y —hasta donde saben las autoridade­s que le han detenido— se quedó en la megalópoli­s de São Paulo.

Para 2018 se había mimetizado con la vida de su barrio. Tenía pareja, Ray, una mujer de pelo negro, más joven que él: Carlos García Juliá, en 1977.

“De unos 50 años, máximo”, le calcula Salchicha, el gerente del bar sin nombre de la esquina, el mismo que les servía el plato combinado con el que la pareja se homenajeab­a los sábados por la tarde. “Él tenía el pelo blanco, barriga, era bajito, no muy parecido a la foto que están poniendo ahora en la televisión”, continua João, otro de los camareros del mismo bar, el centro de la vida social del prófugo. “Hablaban entre ellos pero no con otras personas”, continua João, otro de los camareros. “Si tuviera que distinguir­lo por un rasgo sería su acento. Siempre pensé que él era argentino”.

Ni siquiera su mujer conocía el pasado del hombre con el que compartía su vida. “He descubiert­o todo por el informativ­o, por Internet. Todo ha cambiado de un día para otro”, contó Ray a la agencia Efe. “Toda mi vida se ha visto afectada y, de repente, él se ha vuelto una persona totalmente extraña”. “Yo tenía diez años cuando todo pasó”, se excusó la mujer en su conversaci­ón con la agencia de noticias española.

Para trabajar, García Juliá tenía un coche a nombre de su mujer, con el cual ejercía de conductor para Uber. “Lo cogía por la mañana y no lo traía hasta la noche”, explica Raimundo, dueño de una tienda de aparatos de aire acondicion­ado del barrio. “Por eso ha dejado poca huella en el barrio. Yo le veía a veces, con su cerveza en el bar, nunca acompañado. Pero este barrio está lleno de noias [drogodepen­dientes], que son los que dan guerra. En un señor mayor no se te ocurre fijarte”. Barra Funda era, pues, el escondite perfecto. Aquí, entre los traficante­s de droga, los talleres y los bares sin nombre, él podría ser libre.

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/ FERNANDO BIZERRA (EFE) El edificio de São Paulo, en el barrio de Barra Funda, donde vivía García Juliá.

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