El Pais (Andalucia) (ABC)

Los delfines de un escultor

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Cristino Mallo es el creador de los delfines de la plaza de la República Argentina, la mejor escultura pública de Madrid. Ni siquiera fue invitado a su inauguraci­ón. El 23 de febrero de 1981 a las 18.30, estaba sentado en el peluche del Café Gijón cuando llegó la noticia de que los militares habían entrado en el Congreso para dar un golpe de Estado. Todos los clientes abandonaro­n despavorid­os el local. Pero Cristino Mallo dijo: “Yo no me muevo de aquí. No lo conseguirá­n. Son unos incompeten­tes”. Tras tantos años este personaje formaba parte del mobiliario del café y si no se movió fue, tal vez, porque estaba atornillad­o a su silla. A las nueve de la noche, si uno era muy amigo suyo podía sentarse a su mesa y poner la oreja para oírle hablar:

“Yo me he paseado en esta vida por mucho cementerio, más que nada por ver mausoleos. Por el de la Almudena he ido poco, porque se parece a unos grandes almacenes. En el de San Isidro está todavía el mausoleo de la Fornarina, se lo hizo Benlliure, con un ángel asomado a la puerta, con el dedo así, pidiendo silencio. Siempre me ha gustado leer las inscripcio­nes en los nichos, algunas muy bonitas, por ejemplo, esta que recuerdo del cementerio de Vallehermo­so, que decía: ‘El feto González. Sus padres no le olvidan’. Allí estaba el mausoleo de don Juan de la Pezuela, virrey de Perú. Después de la guerra pasé por delante y resulta que vivía una familia dentro, durmiendo en los nichos. Un chico salió de allí a pedirme una peseta. En el de San Isidro está enterrada Cayetana, la duquesa de Alba, pintada por Goya y hace años, cuando se exhumó su cadáver para que el doctor Blanco Soler analizara si había sido envenenada por la reina María Luisa, se vio que le faltaba un pie”.

Cristino nació en 1905 en Tuy, hijo de un vista de aduanas, hermano de la pintora surrealist­a Maruja Mallo y cuando la familia se trasladó a Madrid vivió en el mismo piso donde se cometió el famoso crimen de la calle de Fuencarral, en el siglo XIX, una casa que todavía existe, esquina a Divino Pastor. “Es posible que mi padre lo supiera, pero por lo visto le daba igual. Yo había leído el relato, la criada Higinia Balaguer

“Al pintor Solana le gustaba mucho el chorizo, que fue de lo que palmó realmente”

que mató a su ama, Luciana Barcino, una tía que escondía el dinero bajo los ladrillos y se hacía ella misma la comida por miedo a ser envenenada. La criada la acuchilló. Como yo sabía todo esto, cuando veía un cuchillo en la cocina me ponía muy mosca”.

Se matriculó en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando el 13 de septiembre de 1923, el mismo día en que Primo de Rivera daba el golpe militar, con toda la calle llena de soldados. Y allí, en la escuela, enseguida conoció a Dalí, que estaba en un curso superior, el de su hermana Maruja. “Este Dalí, a los 17 años, ya tenía la cosa de la propaganda bien organizada, oye, no pasaba día en que no se hablara de él, que si había hecho esto o lo de más allá. Y encima tenía pasta. Recuerdo que nos daba una peseta por llevarle los libros. Él fue el primero que trajo a la escuela un libro de Picasso que le había comprado su padre en Francia, y así nos enteramos de quién era Picasso. A Dalí lo expulsaron de la escuela a patadas. Por otro lado, yo hacía una vida muy aislada, aunque a veces caía por Pombo para oír a Ramón Gómez de la Serna, o por la Granja del Henar para ver a Valle-Inclán, pero sin atreverme a chistar. Uno no abría la boca en aquellas tertulias por si acaso te soltaban el estacazo, como yo observé una vez que Valle-Inclán le dijo a uno que hablaba mucho: ‘Oiga, pollo, que se va usted a pisar la lengua”.

En el café de las Salesas veía a Antonio Machado sentado, con el sombrero puesto, las manos en el puño del bastón, la colilla en una esquina del labio, toda la ceniza en la solapa y el traje revuelto como una cama deshecha, junto a su hermano Manuel, tan atildado. “Del pintor Solana se tenía el concepto de que era un ordinario, un guarro perdido. Yo no lo veía así”, contaba Mallo. “Lo que pasa es que le gustaba mucho el chorizo, que fue de lo que palmó realmente. Solana cantaba, tenía un vozarrón enorme y presumía de dar el do de quijada, que consistía en soltar un grito furibundo y resistir hasta que se quedara desencajad­a la mandíbula. Yo le veía mucho por la calle del León, y me preguntaba: ‘¿Adónde irá este hombre?’. Claro, iba a comprar chorizo a una tienda que había allí; iba con su hermano Manuel, que era más absurdo y estaba aún más loco que él, los dos discutiend­o, uno delante y otro detrás, llamándose hijo de puta a grito pelado desde 50 metros de distancia. Se gastaron toda su fortuna comiendo chorizo”.

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/ JUAN DOLCET (MUSEO NACIONAL REINA SOFÍA) Cristino Mallo, en Madrid en 1970.

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