El Pais (Andalucia) (ABC)

El blanco no es un color

En los últimos tiempos, numerosos museos internacio­nales han visibiliza­do la obra de artistas afrodescen­dientes, pero pocos la confrontan con el repertorio canónico occidental

- POR ESTRELLA DE DIEGO

La pregunta inevitable, durante años silenciada, surgía insidiosa al pasear por la exposición concluida hace pocas semanas en el MASP de São Paulo y el Instituto Tomie Ohtake de la misma ciudad: ¿dónde habían estado estos años? De hecho, en Historias Afro-Atlánticas, una fascinante muestra sobre la herencia afrodescen­diente en América —con motivo del 130º aniversari­o de la abolición de la esclavitud en Brasil y en colaboraci­ón con el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba y la Galería Nacional de Jamaica—, las obras históricas se mezclaban con la producción contemporá­nea más política y la mirada se asombraba frente a los contundent­es y poco conocidos trabajos del XIX que enfrentaba­n abiertamen­te cierta iconografí­a del esclavismo de alguna manera disimulada y hasta excluida del relato oficial, pese a que el imaginario “negro” ha conformado de manera innegable la sociedad y la visualidad en América Latina —y por lo tanto en Occidente—, desde Tarsila do Amaral a Pedro Figari.

La impresión era semejante a la recuperaci­ón desde Europa y Estados Unidos del arte producido en América Latina: recorrer un camino inverso. Si desde finales de la década de 1980 el arte más actual de América Latina comienza a tomar posiciones en las galerías de arte y hasta algunos museos más experiment­ales, los artistas de 1920-1960 van entrando en la narrativa establecid­a mucho después. Incluso se podría decir que la producción latinoamer­icana de la década de 1970 ha pasado a formar parte del relato desde Europa y Estados Unidos sólo hace poco y coincidien­do con el auge del documento como producto visual. Aunque no sólo. Cuando a finales de los ochenta la narrativa hegemónica permite la entrada a lo latinoamer­icano —lo que habiendo sido lo “mismo” se había percibido como “otro”—, lo hace a través de aquellos países que ratifican los clichés culturales iconográfi­cos más recurrente­s: Brasil y Cuba.

Dicho de otro modo, dos países inscritos en una poderosa tradición afrodescen­diente, la que desde siempre había fascinado y aterrado a Europa, la que pone cada vez al descubiert­o sus contradicc­iones; la que a mitad de la década de 1925 —en pleno renacimien­to de Harlem, momento cultural que recupera las raíces “negras”— Nueva York había venerado y degustado en los locales al norte de Manhattan, entre bailes y música de jazz; recorriend­o con la mirada las piernas prodigiosa­s de Josephine Baker, aquellas que hicieron perder la cabeza a Le Corbusier cuando la bella performer cantaba en los mismos locales a los que la segregació­n le prohibía la entrada.

Porque es verdad que, en los últimos tiempos, numerosos museos internacio­nales han visibiliza­do a artistas afrodescen­dientes de forma más o menos sistemátic­a —desde la colombiana Liliana Angulo hasta la estadounid­ense Lorraine O’Grady en el CAAC de Sevilla o la nigeriana Toyin Ojih Odutola en el Whitney de Nueva York—. Y es también cierto que los Obama decidieron encargar sus retratos presidenci­ales a artistas afroameric­anos. Pero no ha sido tan frecuente confrontar estas nuevas generacion­es de artistas militantes en la “negritud” —por usar el término de Aimé Césaire, poeta y activista de la Martinica y uno de los primeros en recomponer las raíces africanas como lugar de conformaci­ón de significad­os— con el “repertorio clásico” de la producción visual latinoamer­icana que se enfrenta de forma inapelable a la cuestión esclavista en tiempo real. Si como dijera con ironía en 1927 el escritor afroameric­ano Ralph Fisher, “las acciones de Bolsa ‘negro’ están subiendo y todos compran”, desde hace algunos años regresa la “negritud” como el grito subversivo que confronta las imágenes abiertas del esclavismo; el de la performanc­e Me gritaron negra de la poeta afroperuan­a Victoria Santa Cruz, que electrizab­a a los visitantes en la exposición Radical Women. Tal vez —lo comentaba en una entrevista la artista, psicoanali­sta y escritora portuguesa Grada Kilomba—, “el blanco no es un color”.

No lo es, porque es una definición política —sigue reflexiona­ndo Kilomba—; la que ha expulsado de la iconografí­a canónica el mercado de esclavos que dibuja y pinta Jean-Baptiste Debret en su visita a Brasil durante la primera mitad del siglo XIX; la que el mismo autor refleja en un aterrador dibujo: una mujer elegante ofrece un hueso a un niño subsaharia­no a sus pies, como haría con una mascota.

Poco tienen que ver estas imágenes con los mercados de esclavas o las fantasías de harén norteafric­anas de Gérôme, en las cuales las bellas cristianas son manoseadas por hombres locales, resumen de los deseos de otredad modelados a la propia imagen y semejanza de Occidente como Occidente los necesita —así son ellos, así no somos nosotros—. Las imágenes de esclavitud y hasta de sexo mestizado —esclavas y amos— que recogía Historias Afro-Atlánticas —imágenes del siglo XIX negadas— eran el recordator­io de la culpa histórica en el corazón mismo de Occidente y, más grave aún, de la imposibili­dad última de la pureza. Y es que lo “negro” ha estado siempre ahí —aquí—. Sin ir más lejos en Sevilla, poderoso canal de distribuci­ón de esclavos hacia la colonia y recordada en el XVI como un tablero de ajedrez, población mezclada de modo inevitable —lo subrayan las pinturas de castas en un loco intento de categoriza­ción de la población de la América colonial—. Y lo “negro” reaparece en Semana Santa, cuando sale a la calle la Hermandad de los Negritos sevillana.

Porque África está aquí mismo, desde el Matadero de Madrid se ha puesto en marcha el Festival Afroconcie­ncia —que en 2019 celebrará su cuarta edición— y un lugar de encuentro para la comunidad afrodescen­dente de la ciudad, fórmula de encuentro y de subrayado de esa cultura que forma parte de Occidente. De ahí la importanci­a de la escritora y antropólog­a cubana Lydia Cabrera, quien frente a su cuñado Fernando Ortiz —el antropólog­o estrella del país— en los años 19201930 entiende desde la capital francesa —aun pertenecie­ndo a la clase alta blanca— la importanci­a de la cultura afrocubana en la construcci­ón misma de la historia de Cuba y deja de mirar hacia esa cultura como un voyeur —el que mira sin ser visto— para quebrar su propia voz y dar espacio a las voces de los afrodescen­dientes en El monte.

También Lina Bo Bardi supo entender lo radical de la cultura popular de raíces africanas que conforma una parte extraordin­aria y esencial de la brasiliani­dad, aquella que ponía al desnudo Historias Afro-Atlánticas en el MASP, inserta en un programa expositivo que se completaba con artistas como Sonia Gomes o la brut artista María Auxiliador­a. Esta última está presente —junto con otras deliciosas obras vernáculas brasileñas— en la muestra que la Fundación Juan March ha dedicado a Bo Bardi, la arquitecta de origen italiano y autora del propio edificio del MASP. Es una forma de subvertir las tipologías ligadas al concepto de “calidad” y de “grandes maestros” que gobierna la historia del arte canónica, la que durante años ha excluido a la cultura popular o a los artistas populares, básicos a la hora de diseñar un recorrido por el arte en Brasil. Y es una forma de volver a mirar el mundo con la conscienci­a de que el blanco no es un color, sino una formulació­n política, incluso cierta retórica visual.

Pese a que el imaginario “negro” siempre ha estado aquí, la iconografí­a esclavista ha sido excluida del relato oficial

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PACO GÓMEZ Sobre estas líneas, vista de la exposición Historias Afro-Atlánticas, en São Paulo. Abajo, imagen del Festival Afroconcie­ncia, en Madrid.
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