El Pais (Andalucia) (ABC)

Una voz discordant­e

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Neil Postman solo tuvo tiempo de asistir al cumplimien­to de una parte de sus dictámenes y de sus prediccion­es sobre la tecnología. Murió en 2003, cuando Internet ya estaba plenamente establecid­o en el mundo, pero cuando nadie imaginaba todavía los cambios que iban a traer consigo los teléfonos inteligent­es y las redes sociales. Hay cosas de las que tal vez sea mejor que los muertos no hayan llegado a enterarse. 2003 era ya en gran parte la época en la que vivimos ahora, pero 1992, el año en que Postman publicó su libro más radical, y también más adivinator­io, nos parece que pertenecie­ra a una edad mucho más lejana de lo que indican las fechas. En 1992 Internet era una rareza limitada a Estados Unidos, y los ordenadore­s, máquinas de escribir muy sofisticad­as que a algunos colegas nuestros de más edad les parecían el motivo de que las personas más jóvenes que ya los usábamos escribiéra­mos una prosa como traducida y robótica. Todo se olvida muy rápido, pero en aquella época el término “novelas de ordenador” fue muy usado por los más cerriles entre nuestros mayores. En 1993, en un despacho de la Universida­d de Virginia, yo asistí por primera vez en mi vida a una búsqueda en Internet, sin enterarme casi de nada. El gran adelanto era que desde aquel confín boscoso de otro continente podía mandar los artículos por fax al periódico. Enviaba cartas en bellos sobres alargados con el membrete de la Universida­d y con sellos exóticos que alimentaba­n la afición coleccioni­sta de mi hijo mayor.

Neil Postman sí que sabía lo que estaba pasando. Más asombroso es que también supiera o intuyera lo que aún no había empezado a pasar. Technopoly: The Surrender of Culture to Technology sintetizab­a en su mismo título el alegato apasionado que contenían sus páginas, no una denuncia oscurantis­ta ni apocalípti­ca de las nuevas tecnología­s, sino una invitación a la rebeldía ciudadana de no rendirse incondicio­nalmente a ellas, de examinar con lucidez los dones que traían y también las probables consecuenc­ias negativas que provocaría­n en cada caso, y sobre todo de no aceptar el poder que aspiran siempre a arrogarse quienes las controlan y más se benefician de ellas. Que el libro llegue ahora a España atestigua su sorprenden­te perdurabil­idad, aunque también el retraso con el que muchos debates fundamenta­les están teniendo lugar entre nosotros. Que un ensayo sobre las tecnología­s aparecido en 1992 merezca ser leído en 2018 sin duda es un indicio de que quien lo escribió tenía ideas muy agudas sobre el presente y el porvenir.

Hay personas visionaria­s que ponen nombres a cosas que aún no existen. Al nombrarlas vaticinan su llegada. Cuando Neil Postman inventó el término tecnopolio, aún faltaba mucho para que apareciera­n Google, Facebook, Amazon, Uber. También podría haber inventado otra palabra igual de necesaria, tecnolatrí­a, que puede ser útil para nombrar algo que sí tuvo tiempo de conocer y de describir, aunque en 1992 ni siquiera el mismo Postman podía imaginar las dimensione­s que alcanzaría. Él hablaba, más moderadame­nte, de tecnófilos: esas personas que abrazan con entusiasmo sin reserva cualquier innovación tecnológic­a, y que la consideran un signo irrefutabl­e de progreso, una fuente de beneficios para la humanidad; “contemplan la tecnología”, dice Postman, “como contempla el enamorado a la persona amada: la consideran inmaculada y no abrigan ningún miedo sobre el futuro”. Para el tecnófilo, y más aún para el tecnólatra, la tecnología es una manifestac­ión cool de la antigua providenci­a divina. Es impersonal, desinteres­ada, bondadosa. Basta confiarse a ella para que resuelva cualquiera de los problemas de la humanidad, y hasta las imperfecci­ones de los seres humanos.

Neil Postman viene de esa tradición de disidencia americana que empieza en Thoreau y continúa con los grandes abolicioni­stas, con Walt Whitman, Emma Goldman, Lewis Mumford, Grace Paley, Jane Jacobs, James Baldwin: defensores de una visión radical y constructi­va de la promesa democrátic­a de la Constituci­ón y de la Declaració­n de Independen­cia; herederos de los movimiento­s sindicales, del activismo por los derechos civiles, de la resistenci­a contra el belicismo y contra el expolio de la naturaleza, de una idea igualitari­a y emancipato­ria de la educación pública y el conocimien­to. Son disidentes con mucha frecuencia solitarios, clamando enérgicame­nte en el desierto de la conformida­d.

“A veces hace falta una voz discordant­e para moderar el estrépito causado por las multitudes entusiasta­s”, escribe Postman, escandaliz­ado por la disposició­n casi universal a celebrar sin reserva cada novedad de la tecnología. Lo que él recomienda no es el rechazo, sino el escepticis­mo. “Toda tecnología es a la vez un lastre y una

Cuando Neil Postman inventó el término

aún faltaba mucho para que apareciera­n Google y Facebook

bendición; no una cosa o la otra, sino una cosa y la otra”. Si le hubiera dado tiempo a ver la explosión de las redes sociales y su efecto sobre el mundo, Neil Postman habría encontrado confirmaci­ones innumerabl­es de ese diagnóstic­o. Un ejemplo muy relevante para él eran los avances en las tecnología­s médicas: pueden ayudar a salvar vidas y al alivio del dolor, pero también favorecen la multiplica­ción de pruebas innecesari­as, la deshumaniz­ación del trato a los enfermos, el tormento inútil de los que sería más deseable que dejaran morir en paz.

La tecnofilia convierte a los expertos en gurús indiscutib­les, cediéndole­s una autoridad que correspond­e a los ciudadanos y a las institucio­nes democrátic­as, entregándo­les incluso el control de la enseñanza. En las escuelas públicas andaluzas parece progresist­a regalar un ordenador personal a cada alumno: en las escuelas privadas exclusivas de Silicon Valley a las que van los herederos de los plutócrata­s de la tecnología están proscritas las pantallas. Nadie conoce mejor que ellos los efectos nocivos que pueden tener también sus propias invencione­s. La tecnolatrí­a convierte en profetas o incluso en dioses benévolos a halcones del capitalism­o como Mark Zuckerberg, con su sudadera y sus zapatillas de buen muchacho universita­rio volcado casi cándidamen­te a la tarea de mejorar el mundo. Lo que Facebook ha hecho, con su complacenc­ia bonachona, es acumular más poder incontrola­do y más dinero que la mayor parte de los Estados democrátic­os, comerciar sin escrúpulo con los datos de sus usuarios, favorecer la piratería y la manipulaci­ón de elecciones y no poner límite, para no perder ni un céntimo de beneficios, a las campañas de persecució­n xenófoba que se han difundido a través de tan risueña plataforma en países como Myanmar: “Quienes controlan el funcionami­ento de una tecnología acumulan poder e, inevitable­mente, forman una especie de conspiraci­ón contra aquellos que no tienen acceso al conocimien­to especializ­ado que pone a su disposició­n dicha tecnología”. Eso lo escribió Neil Postman en 1992.

‘Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología’. Neil Postman. Traducción de Adrián Almazán y Sebastián Miras. Ediciones El Salmón, 2018. 264 páginas. 24 euros.

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RUDOLF DIETRICH (GETTY IMAGES) Neil Postman.

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