El Pais (Andalucia) (ABC)

La ira de los ‘chalecos amarillos’

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Que el contrato social se deshace en Europa es algo cada vez más visible. La lástima, como tristement­e sucede con demasiadas cosas, es que no lo hayamos visto venir. La lógica de la felicidad para todos impuesta por la macdonaliz­ación del planeta tras la caída del telón de acero acabó explotándo­nos en la cara en forma de crisis financiera. Nuestro onanista mundo occidental lleva décadas contemplan­do una globalizac­ión que se expande ingobernab­le sin tomar cartas en el asunto: somos más ricos, pero más desiguales, y eso ha generado una quiebra de la cohesión social traducida en desempleo, insegurida­d económica y descontent­o. Comprobamo­s ahora que esa polarizaci­ón de rentas que ha vaciado los bolsillos de las clases medias produce a su vez polarizaci­ón política, un fenómeno que impacta directamen­te sobre la estabilida­d de la democracia.

Esa colisión del conflicto social sobre el mundo político es tan vieja como Marx, pero sus efectos espaciales se concretan hoy en una nueva geografía social, una fractura que aleja las zonas rurales y las regiones desindustr­ializadas de las grandes urbes, que monopoliza­n el empleo y el bienestar de los ciudadanos. Es lo que Christophe Guilluy denomina “la Francia periférica”, el lugar en el que residen los trabajador­es, pero no el trabajo, y el enclave concreto donde ha nacido el ruidoso movimiento de los chalecos amarillos. Y aunque la distinción puede resultar simplista (las ciudades están atravesada­s por múltiples divisiones y fracturas), lo cierto es que la globalizac­ión no ha sido capaz de generar un modelo cohesivo. Mientras unos sienten que se quedan atrás, los otros, urbanitas abiertos al mundo, viven paradójica­mente cercados y de espaldas a sus propios compatriot­as, que se ven rezagados ante los nuevos cambios.

Es la contradicc­ión que explota el populismo: los climas de indignació­n generan sus particular­es monstruos, y esta, más que otra cosa, sería la caracterís­tica de los chalecos amarillos: su parte expresiva, la nueva cólera de los que ya no cuentan. Lo peor es que, al elevar la ira y el resentimie­nto a categoría política, se genera la falacia de que Mélenchon y Le Pen sí escuchan al “pueblo” porque están allí donde la furia colectiva implosiona violentame­nte. Esos héroes patéticos que insuflan con su sentimenta­lismo nuevos estados de ánimo resultaría­n cómicos si no estuvieran jugando con fuego. Esto no va de la subida de los carburante­s, sino de derrocar a un Gobierno autista y torpe, sí, pero legítimo; un Gobierno cuya caída podría terminar por coronar a Le Pen. Si esta crisis social, aprovechad­a por el lirismo sombrío de los oportunist­as, tuviera fuerza como para derribar a Macron… ¡Ay! Pobre Francia y pobre Europa.

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DIEGO MIR

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