El Pais (Andalucia) (ABC)

Una vida falsa para ocultar una matanza histórica

García Juliá, uno de los autores de los asesinatos de los abogados laboralist­as de Atocha, se escondió en un barrio de paso de Sãu Paulo, plagado de hostales y camellos

- TOM C. AVENDAÑO,

En las calles al este de Barra Funda, un desamparad­o barrio del centro de São Paulo, casi nada prospera por mucho tiempo. En cuanto las cosas le van un poco bien a un vecino o a un negocio, se marcha a otro lado. A un sitio que no esté formado por talleres de reparación, camellos, drogadicto­s y restaurant­es de freidora. Si, por el contrario, les va mal, acaban con los yonkis de última clase en Cracolandi­a, a unos kilómetros al este. El resto de vecinos permanece, la mayoría de paso, lo que explica por qué en estas calles hay tantos hostales y pensiones y hasta las viviendas se alquilan por días. Uno de esos vecinos, Genaro Antonio Materán, le había encontrado una utilidad clave a la naturaleza de este barrio: aquí podría vivir en paz una vida de mentira. Tenía un nombre falso, una nacionalid­ad —venezolana— que no era la suya, una novia —Ray— que no conocía su verdadera identidad y un trabajo conduciend­o para Uber un coche a nombre de ella. Todo esto es más de lo que los vecinos le iban a preguntar.

En realidad, Genaro es español, se llama Carlos García Juliá y durante 41 años ha arrastrado a sus espaldas uno de los momentos más negros de la Transición española. Fue uno de los pistoleros ultraderec­histas que, a las 22.30 del 24 de enero de 1977, se plantó en un despacho laboralist­a del número 55 de la madrileña calle Atocha y asesinó a cinco personas. En aquel momento fue difícil valorar qué consecuenc­ias tendría ese atentado para un país que acababa de enterrar a Franco hacía poco más de un año. Podría haber sido la vuelta de la violencia, la desestabil­ización definitiva de un proceso que en aquella época iba hacia lo desconocid­o. García Juliá vivió aquellas tensas repercusio­nes inmediatas hasta que logró darse a la fuga.

Y fugado vivió prácticame­nte hasta esta semana, ya con 63 años. El miércoles por la mañana estaba cerrando la puerta metálica de su casa cuando se le acercaron tres hombres. Ni le había dado tiempo a alejarse del portal recién pintado de rojo. “Eran tres policías de la federal, de paisano; él casi no les contestó y no puso resistenci­a. Lo subieron a un coche que había aparcado frente a la puerta de su casa, y en cuanto arrancó, le siguieron otros dos coches que había en los extremos de la calle”, recuerda Germano, el corpulento hombre canoso que tiene la tienda de reparacion­es frente al portal de García Juliá.

En ese momento se acabó todo. Los años bajo identidade­s falsas. Guardarle el secreto de su verdadera identidad a su novia. “Lo he descubiert­o todo por el informativ­o y por Internet. Todo ha cambiado de un día para otro. Se ha vuelto una persona totalmente extraña”, le contaba Ray a la agencia EFE. “No tenía ni idea de qué estaba pasando”. Para ella, Genaro era un hombre retraído, pero también un amante de los animales y de los niños.

Fue el fin también de su gran periplo de más de dos décadas y por varios países. Carlos García Juliá fue detenido tras un mes a la fuga, en 1977, y condenado en 1980 a 193 años de prisión. En 1991, todo empezó a cambiar. Consiguió la libertad condiciona­l. En 1994 convenció a un juez para que le diese un permiso para ir a América Latina, siguiendo una oportunida­d laboral. Una vez allí, en diciembre, se saltó un requerimie­nto formal y se le declaró desapareci­do. Volvió a reaparecer cuando se le detuvo, en Bolivia, por un delito relacionad­o con el narcotráfi­co. Logró darse a la fuga antes de que España tramitase la solicitud de extradició­n.

No se supo de él desde entonces. Viajó con identidade­s falsas a Chile, Argentina y Venezuela: a veces incluso en avión. En 2001 entró a pie en Brasil por la frontera del nordeste, en Pacaraíma, una ciudad del Estado de Roraíma. En 2009 se registró como extranjero con el nombre con el que se quedaría: Genaro. Debería haberlo renovado en 2011; al no hacerlo despertó las sospechas de las autoridade­s. Años después, la Policía Nacional, la Interpol y la Policía Federal brasileña estaban cooperando en la investigac­ión. El miércoles, ocurrió lo inevitable en el portal rojo de Barra Funda. Nada prospera por mucho tiempo allí.

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