La última lección de la maestra: todo para el Museo del Prado
Carmen Sánchez García legó a la pinacoteca 800.000 euros y una casa con un requisito: que sirviesen para adquirir obra. El conjunto se expondrá en 2020 Paseos por las callejuelas de Toledo
He aquí una fórmula para ser una persona extraordinaria: “X=C+A”. Es decir, conocimiento más actitud. Cada mañana la escribía en la pizarra de un aula del colegio Nervión de Madrid Carmen Sánchez García, una profesora que pedía a sus alumnos respeto en clase, además de saberse la lección a diario. Dejó un legado imborrable en sus estudiantes: la pasión por el arte, el interés por otras culturas, la apertura de mente... Era agnóstica, progresista y de Felipe González. Murió en julio de 2016, a los 86, y en su testamento solo aparece un heredero: el Museo del Prado.
Sus únicos caprichos fueron el Moët Chandon, las flores y viajar por todos los museos del mundo. Su gran pasión, sus alumnos. Lo demás, lo que le sobró de una vida soberana, se lo dejó al Prado: una casa en Toledo y 800.000 euros; con una condición, todo debía invertirse en la adquisición y restauración de cuadros, “específicamente”. Entre los prohombres, aristócratas y empresarios que han donado sus colecciones al museo, ella es la maestra anónima. En los casi dos siglos de vida del museo, nadie antes de ella había legado a la pinacoteca un activo así.
Para reconstruir la biografía de Carmen hay que partir de su epicentro vital: el colegio Nervión, en la privilegiada colonia madrileña de El Viso. Ahí aparece otra persona crucial en su historia, Ramón Velasco, su albacea y socio. Con él montó hace 45 años el colegio, en dos chalets. Durante nueve años tuvieron alquilados los edificios que terminaron comprando gracias a una hipoteca. Ramón era ingeniero de montes y había renunciado a su plaza en el Estado, tras dar con su lugar en el mundo. Sería profesor de las asignaturas técnicas. Hoy, su hijo Leonardo, alumno de Carmen, es el director del centro concertado. Ambos rememoran en la sala de juntas quién fue la mujer a la que el Museo del Prado dedicará en enero de 2020 una exposición temporal, con todas las compras que la pinacoteca ha hecho gracias a su donación. Desde el museo prefieren no dar a conocer el listado de obras adquiridas, pero entre ellas figura una de Mariano Fortuny y un exquisito retrato pintado por el Además de los 800.000 euros, Carmen Sánchez García donó al Prado una casa en Toledo. Se trata de un inmueble en una calle estrecha y empinada que el museo ha vendido por 126.634 euros. Es un lugar muy silencioso, una paz que a veces lo rompe un grupo de turistas despistados.
“Era muy solitaria”, asegura un vecino antes de meterse de nuevo a seguir con sus cosas. Al parecer, la profesora prefería pasear y serpentear por las callejuelas estrechas de la ciudad que charlar con sus vecinos. Otros la recuerdan andando con las manos atrás. Volvía para comer y ya no salía de su casa. Así eran las vacaciones de una mujer que también disfrutaba viajando por el mundo en una época en la que hacerlo sola no era tan común. Aunque su verdadera patria fue, sin duda, el Prado.
renacentista flamenco Adriaen Thomasz Key (por el que se han pagado 50.000 euros).
“No descansaba nunca”, dice Ramón, que conoció a Carmen cuando los padres de ella le propusieron fundar un colegio. El padre era médico, especialista en cesáreas, de izquierdas e intelectual. Su gran referente. Carmen nació en 1929, siete años antes de que estallara la Guerra Civil, y estudió en el Liceo francés, se licenció en Historia y se formó también en inglés. En plena dictadura, un tiempo poco propicio para que las mujeres estudiaran. “Era una persona que quería saber de todo. No dejaba de leer sobre los nuevos métodos de enseñanza y recorrió medio mundo para aprender nuevas técnicas”, cuenta Velasco. Enseñaba a los niños a ser independientes. Estuvo dando clases hasta los setenta años y, cuenta su compañero de oficio, solo quería leer, viajar y mantenerse soltera para seguir disfrutando de su vida. Casarse le parecía “perder el tiempo”. Imágenes de Carmen Sánchez en el colegio Nervión, en los ochenta.
En las fotos que muestran aparece rodeada de niños o atenta a ellos. Es austera. Y no era millonaria; el dinero dejado es el fruto de los ahorros de toda una vida. En su despacho de directora del centro tenía una gran lámina de Las meninas.
“Queridos alumnos, quiero mandaros un abrazo y un recuerdo desde el hospital. Estoy bien, no os preocupéis. A ver si os veo pronto. Besos y abrazos para todos. Gracias”. Es su voz, delicada, unas semanas antes de fallecer, en una nota de voz que guardan algunos de sus estudiantes. Pedro fue a verla al hospital y mandó el audio por Whatsapp al grupo con los que mantenía el contacto. Una de ella, Fátima, recuerda con cariño cómo hacía vida con ellos. “Yo he estado en su casa, con un grupo de alumnos, con 14 años, para oír música”, dice en conversación telefónica.
Funeral por escrito
Dejó por escrito su funeral, que coincidió con el día de la virgen del Carmen. Serían sus alumnos los que debían despedirse de ella con unas palabras a su memoria. Una ceremonia laica, en el cementerio de la Almudena. Fátima y José Ramón hablaron ese día para recordar la figura de una mujer soberana y con criterio propio. Valiente y protectora de su libertad. “He aprendido de ella el respeto al pensamiento distinto. Ese es su legado”, dice Gonzalo. Carmen Sánchez no tenía buen recuerdo de la Guerra Civil. Cuando llegaba a ese capítulo, se ceñía al libro, prefería mantenerse al margen. No era así con los capítulos de la historia del arte, en los que trascendía los materiales y les hablaba de sus experiencias y viajes.
En el funeral, José Ramón hizo mención a sus excursiones los fines de semana con la asociación Amigas de los castillos, con las que recorría España visitando su patrimonio histórico, y el lunes en clase contaba todo el arte que había visto el sábado y el domingo. Pero nada igualaba a Toledo. A sus alumnos les pedía que miraran la ciudad como un cruce de civilizaciones. “Como la esencia de España”, recuerda Fátima. Se sentía bien allí, por las dimensiones de esta ciudad con escala de pueblo, por el arte. Ramón recuerda las visitas que hacía y cómo pasaba a ver sus conventos, iglesias, monasterios y museos.
Era austera, agnóstica y lo que más le gustaba era leer y viajar