El trumpismo prende en Europa
Imágenes de barricadas o coches ardiendo, encapuchados, policías golpeando y lanzando gases lacrimógenos, mobiliario urbano volando e incluso edificios incendiados, en una gran ciudad, no digamos con el fondo urbano de París, son el sueño de todo director de periódico o telediario. Magnifican el acontecimiento y la revuelta urbana adquiere pronto la connotación de revolución en el imaginario global.
El Arde París salta a los titulares. En los países pobres, la subida del pan o el arroz provocan estallidos de cólera; en Francia, país símbolo de la prosperidad del Primer Mundo, con una protección social envidiable, la primera mecha fue hace un mes el incremento de los impuestos del gasoil.
Al combustible inicial se une un cierto hartazgo de un presidente que había hecho saltar por los aires el tradicional bipartidismo izquierda-derecha a favor de un reformismo centrista y una posición europeísta. Hoy, Macron es detestado por la mayoría como el presidente de los ricos, altivo e incapaz de entender cómo viven, malviven, amplios sectores perdedores del sistema.
Las revueltas callejeras son casi un deporte nacional francés; se suceden cuando los Gobiernos pretenden reformar un país estatista y muy corporativo. Hace medio siglo, los franceses, según un famoso artículo de Le Monde, “se aburrían”, sumidos en un bienestar adormecedor. Dos meses después saltó la chispa del Mayo de 1968.
Devino en una revolución contra toda autoridad. El prohibido prohibir. La utopía, la playa, estaba bajo los adoquines del Barrio Latino. Los estudiantes lograron el apoyo de los obreros, al principio escépticos. Trataban de echar del poder al general De Gaulle, casi lo consiguieron. A finales de 2018, surge la chusca idea de poner al general De Villiers, exjefe del Estado Mayor, cesado por Macron, en la presidencia.
La revuelta de los chalecos amarillos no tiene padre ni líderes identificables. La situación económica y social de Francia no merece una respuesta de esta intensidad y violencia. Ni siquiera la torpeza política de Macron, su personalidad tecnocrática o su gestión justifican un estallido revolucionario.