La crueldad desde el primer día y la vía de la eutanasia
Pepe Tarriza tiene razones para vivir. La primera de ellas, Mari Luz Blanco, apoya la mano en su hombro. Pero hoy su esposa le ha hecho acordarse de todo el santoral. “Me ha dicho que nos compremos una cama articulada. Yo ya no me puedo dar la vuelta”. Una pérdida más, un cabreo más. Hace cinco años de la irrupción de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) en la vida de un directivo madrileño loco por el golf que ahora no puede levantarse o vestirse sin que su mujer le auxilie. Esa letal enfermedad que paraliza los músculos ya le debilita el diafragma. De ahí su fatiga y algunas muecas al hablar. Duerme enganchado a un respirador.
La ELA ha entrado como un huracán en este piso de Cuatro Caminos, en Madrid. Ahora las puertas son más anchas para que pase la silla motorizada de Pepe, de 63 años. Mari Luz dejó su trabajo de contable. Al dormitorio le han añadido un baño sin barreras. Siguen viajando. “Yo cojo las tres sillas”, cuenta ella, la cuidadora principal, “y las meto en la furgoneta”. ¿Tres? También una plegable para sitios angostos y otra para el váter. Luego llegará la grúa, el colchón antiescaras… Más dinero. Un estudio de 2016 sobre el impacto económico y social de las enfermedades neurodegenerativas cifra en 34.593 euros lo que gastan de media anualmente los enfermos y sus familias.
“Tenemos enormes necesidades que no cubren ni la atención sanitaria ni la ley de dependencia”, explica Pepe. “Antes o después llega la traqueostomía, y a partir de ahí precisas atención 24 horas. Muchos deciden no hacérsela y morir. No hay ninguna residencia en la que tengas una persona a tu lado por si falla el respirador. Si estás en casa, has de disponer de al menos tres cuidadores. Mínimo 3.000 euros al mes”. Una silla con motor ya vale eso. La suya es heredada, “de un compañero que ya no está”. La ELA es cruel desde el primer síntoma. Hasta el diagnóstico, los enfermos esperan 12 meses de media, de médico en médico, porque no es fácil etiquetarla ni hay un test único que la detecte. Vivirán entre tres y cinco años en una eterna carrera de obstáculos llena de pérdidas (andar, hablar, tragar...) y atendidos en un sistema sanitario fragmentado que ni siquiera conseguirá darles la rehabilitación suficiente (fisioterapia, logopedia, asistencia respiratoria...) para retrasar el encarcelamiento de una mente lúcida en un cuerpo inerte.
Así, la eutanasia, observa Pepe Tarriza, “nos ocupa y nos preocupa”. Si algún día él opta por morir (prefiere el término irse) quiere que la ley le ampare. Puede ocurrir al llegar la