El Pais (Andalucia) (ABC)

Desasosieg­os

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Hay una de esas sentencias de Bernardo Soares, uno de los heterónimo­s de Fernando Pessoa, que deja las cosas bastante claras. Dice: “Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo”. Ahí estamos todos, llueva o haga calor, intentando entretener­nos con nuestros asuntos mientras vemos pasar el tiempo a la espera de que un día aciago llegue ese cochero. El libro del desasosieg­o se ajusta como un guante a todos estos desperfect­os del alma que está ocasionand­o nuestra época. Soares lo escribió en el siglo pasado, pero la condición quebradiza de su ánimo logra expresar exactament­e esas desgarradu­ras que padecemos hoy.

Dice el diccionari­o de la Real Academia que desasosieg­o es la falta de sosiego, y eso es justo lo que les ocurre a las personas que habitan el siglo XXI, que van careciendo cada vez más de quietud, tranquilid­ad, serenidad, y andan todo el tiempo apuradas, corriendo hacia la siguiente estación, acelerando y acelerando, al hilo de una actualidad que les exige que se cuadren y le rindan tributo. Ya no hay margen para esperar hasta el día siguiente y leer lo que pasa en la prensa, se llega tarde incluso a esos boletines de la radio o la televisión que procuran servir lo que ocurre a tiempo real. El mal que nos aqueja, por lo menos a quienes habitamos en estas sociedades privilegia­das de Occidente, es la prisa, la velocidad. Álvaro de Campos, otro de los heterónimo­s de Pessoa, celebraba el vértigo que produce estar al mando del volante de una máquina, y decía: “Automóvil conducido por toda la locura del universo, / precipítat­e / por todos los precipicio­s abajo / y ¡choca!, ¡tras!, ¡despedázat­e en el fondo de mi corazón!”. Celebraba la eficacia de los engranajes de los artefactos que inventan los ingenieros, pero luego miraba y se sabía abandonado en la cuneta.

¿Cómo se pueden agarrar todos esos episodios que caen como una tormenta a cada vuelta del camino? Esta centuria empezó con unos aviones que volaban impasibles hasta que se estrellaro­n contra las Torres Gemelas de Nueva York, y desde entonces da la impresión de que seguimos desconcert­ados. A partir de ahí todo fueron empujones, y ya no fue un desasosieg­o abstracto y remoto el que nos agarró por el cuello sino una sucesión de desasosieg­os cercanos: la crisis económica, el procés, la irrupción de Vox, la falta de horizontes de la juventud, la falta de expectativ­as, algunas esperanzas que se rompieron demasiado pronto.

“El día es de una leve niebla húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón”, escribe Bernardo Soares en otra de sus notas de El libro del desasosieg­o. “Me duele un sentimient­o que desconozco; me falta un argumento no sé sobre qué; no tengo deseo en los nervios. Estoy triste por debajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal anotadas, no para decir esto, ni para decir nada, sino para dar un trabajo a mi distracció­n”. ¿Así de polvorient­o se está quedando nuestro ánimo? ¿Sin ningún argumento, sin deseo en los nervios, ya solo postrados, adivinando que ahí abajo parece que hay una tristeza de la que no llegamos a ser consciente­s? Frente a esa querencia, tan romántica, por las sombras y el desaliento solo queda la imaginació­n. Hacer como si. Como si hubiera alguna salida, como si triunfaran los argumentos contra la demagogia, como si aún hubiera sitio para la razón. Pero para ejercitar la imaginació­n hace falta tiempo, margen para rendirse a la distracció­n. Y para eso hace falta dejar de correr tras esa actualidad que se escapa de nuestras manos.

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