Populistas, pero solo un poco
La derrota de Syriza en las elecciones europeas y locales celebradas en mayo ha empujado a los heraldos a anunciar a bombo y platillo el fin del populismo en Grecia, si como indican los sondeos el revés se confirma en las legislativas anticipadas de julio. Esos mismos corifeos celebraban hace solo unos meses, cuando concluyó oficialmente el tercer rescate —pero no la supervisión técnica de la troika sobre Grecia—, la talla de estadista de Alexis Tsipras, que llegó al poder enarbolando la bandera de la lucha contra la austeridad y, por extensión, contra la suerte de protectorado financiero en que Grecia había devenido desde el primer rescate, en 2010. Con un
programa maximalista —quién no lo tiene en política cuando solo de prometer se trata—, la dura realidad (la amenaza de quiebra, el abismo del Grexit) se encargó de moderar su desarbolado impulso inicial: nada que no suceda por doquier cuando los hechos arrastran cual torrente las ilusiones.
Pero tachar de populista a Syriza, que epistemológicamente puede ser pertinente, sería incorrecto, o no del todo concluyente, sin tener en cuenta otros ejemplos. No es necesario remontarse al encantador de serpientes Andreas Papandreu: el caso más paradigmático es el de Andonis Samarás —antiguo líder de la conservadora Nueva Democracia, quintaesencia del establishment heleno—, que maniobró igual que Tsipras cuando, en la oposición, rechazó hasta tres veces la conveniencia de un nuevo rescate, el que sería el segundo, para aceptarlo sin rechistar al llegar al poder en 2012. Ítem más, su airada interpretación, a lo hooligan, de la relación con la antigua República Yugoslava de Macedonia propició un contencioso diplomático que ha envenenado la vecindad balcánica durante un cuarto de siglo y que solo el demagogo Tsipras, previamente reconvertido en estadista, se atrevió a sellar. Pero nadie calificó de populista al conservador.
Patricios como Samarás o tribunos de la plebe como Tsipras, todos aquejados