UNA CIUDAD EN VENTA
El 4 de noviembre de 1966, el año en que el León de Oro a La batalla de Argel causó estragos en la Mostra y el público de la Bienal descubrió el arte óptico, una tormenta perfecta se desató sobre Venecia. Los primeros en darse cuenta fueron los espectadores que bajaban la escalinata del Teatro Ridotto pasada la medianoche y quedaron atrapados en el hall. La fuerte lluvia había desbordado los ríos, el siroco provocó un maremoto en el Adriático, y un desplome de la presión atmosférica sobre la laguna desembocó en una subida del nivel del agua de 194 centímetros. El apagón duró una semana y los bomberos no pudieron intervenir porque las barcas ni siquiera pasaban por debajo de los puentes.
El fenómeno, nunca visto, destrozó parte del patrimonio artístico de la ciudad y dejó en la calle a muchos de sus habitantes. Exceptuando la peste de 1630, cuando el éxodo sanitario redujo en un tercio el número de vecinos, la inundación de 1966 fue la peor catástrofe poblacional. Hoy, con 100.000 residentes menos y un tejido social en extinción, Venecia afronta su tercera gran emergencia. Esta vez, causada por la fuente de riqueza que le permitió sobrevivir entonces.
—¿Los riesgos? —responde incrédulo el arquitecto británico David
Chipperfield, tras la presentación de su restauración de la Procuraduría Vieja en la plaza de San Marcos—. Es demasiado tarde, Venecia es ya una ciudad tomada por el turismo. Todas querían más visitantes porque era la manera más rápida de contribuir a la economía. Pero ahora, fíjese en Barcelona, hay un replanteamiento de la cuestión porque el turismo está matando la ciudad. Y creo que debemos hacerlo. Pero en algunos lugares como Venecia es difícil que se pueda revertir la situación.
Las crónicas periodísticas flirtean desde hace años con el título de la obra de Thomas Mann para subrayar la gravedad de la emergencia. ¿Muere Venecia?, se pregunta el periodista al comienzo del viaje mientras resuena en su cabeza el adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler. La silenciosa realidad es que la idea de la ciudad como fuente de inspiración no supera hoy un macabro síntoma de expiración. La evocación exagerada de un mundo perdido que describió el escritor John Ruskin en Las piedras de Venecia cobra sentido, en todo caso, más de 150 años después. La restauración tras la gran inundación tuvo algunos efectos positivos. Pero un nuevo fenómeno avanzaba silenciosamente, una conquista del espacio público más devastadora numéricamente que el brote de peste. En términos turísticos se sustituyó definitivamente la legendaria guía Il