Vidas cruzadas
La novela póstuma de Pedro Sorela es un fresco de 35 historias entrelazadas que responden al impulso habitual en su obra: el viaje y la mirada crítica sobre el mundo
Una parte de la literatura japonesa moderna sigue manteniendo un aire de levedad que tiene la impronta del maestro Yasunari Kawabata. Yukiko Motoya se mueve en ese tono para narrar una historia de cotidianidad aparentemente insignificante con decidida voluntad realista, pero este minucioso realismo integra también un plano de irrealidad. Lo primero que se me viene a la memoria como referente es el relato La metamorfosis. El secreto de la nouvelle de Kafka es contar un suceso incomprensible a la luz de la razón con prístino realismo: lo único irreal es el insecto en que se despierta convertido Gregorio Samsa; ese contraste es el quid de su genialidad. Pues bien, Yukiko Motoya, que pretende contar una relación matrimonial convencional en fase de descomposición, decide apelar a una imagen fantástica: un día, la joven Sanchan descubre que su cara y la de su marido se están pareciendo cada vez más. Lo que empieza siendo una sensación va acercándose físicamente a la evidencia, lo que le produce una inquietud que se va filtrando poco a poco en su ánimo primero y en su conciencia después. Su vecina, la señora Kitae, que acostumbra a instalarse con su gato en el recinto canino, recibe la confidencia. La señora Kitae y su marido, Arai, tienen a su vez un problema: la incontinencia urinaria del gato les viene haciendo la vida cada vez más incómoda en su piso. La novela sitúa en paralelo ambos matrimonios. El de la señora Kitae y Arai se encamina hacia una solución racional y deciden prescindir del animal dejándolo en libertad para que pueda ejercer sus funciones fisiológicas a gusto, pero ¿podrá sobrevivir en la naturaleza? Sanshan acompaña al matrimonio hasta una montaña a dos horas y media de la ciudad y allí lo sueltan, no sin sentimiento de culpa. A la vuelta, el matrimonio de Sanshan se va descomponiendo. Su marido, cada vez más reducido a sí mismo, se apalanca en la casa y allí solo se interesa por los programas de variedades de la televisión, ante los que pasa las horas que el trabajo le deja libres. El retraimiento hacia el hogar da paso a la asunción de funciones caseras: cocina continuamente para su mujer. Sanshan recuerda una leyenda en la que dos serpientes se devoran la una a la otra hasta que las cabezas se encuentran, opuestas. La cara del marido se va deformando como si el reflejo de Sanshan lo fuera deglutiendo. “Por la mañana, cuando me miré en el espejo, parecía como si mi cara hubiera empezado a olvidarse de mí”, dice. La semejanza de ambos es tal que la señora Kitae les recomienda poner un objeto en la cama entre ambos para romper esa situación, consejo que elige no seguir. Entonces el marido empieza a perder poco a poco la figura humana, a desdibujarse, a seguir atiborrando a su mujer con la comida que él cocina hasta que ella siente que lo devora y entonces le grita: “¡No hace falta que sigas manteniendo la forma de mi marido! ¡Puedes convertirte en lo que quieras!”. El poético final de este inquietante relato no debe ser revelado aquí.
Pese a la triste circunstancia que la enmarca —el fallecimiento del autor hace algo más de un año—, los lectores de Pedro Sorela estamos de enhorabuena porque podemos disfrutar de su última novela, que sin duda contribuye a ahincar más aún en nuestra memoria el recuerdo de una obra que ocupa un lugar impar e irreemplazable en nuestro panorama narrativo. Y aquellos que desconozcan al autor tienen ahora una excelente ocasión para descubrirlo porque Quién crea la noche es un magnífico crisol que agavilla un buen número de temas representativos de un autor que tiene en la ecuación escritura-viaje su expresión esencial.
Desde las novelas Viajes de niebla (1997), Trampas para estrellas (2001) y Ya verás (2006), a los Cuentos invisibles (2003) e Historia de las despedidas (2008), Sorela ha ido estrechando ambas experiencias —viajar y escribir— para hacerlas destilar cuanto tienen en común, hasta el punto de que los elementos clásicos de una novela de aventuras —exploración, peligros y dificultades, azar, hallazgos y encuentros, fracasos y derrotas— aparecen filtrados a través de una lente de naturaleza metafórico-poética con la que combatir una manera excesivamente pedestre de entender la tradición realista. El objetivo es contar historias singulares que suceden en escenarios que llevan incorporados a los personajes —sea el desierto, un bosque nórdico o una metrópolis— y enfocadas desde un ángulo que no soslaya la mirada lúcida y crítica, ya se trate de abordar el mundo universitario, los holdings de la información y los poderes mediáticos, la especulación inmobiliaria y la gentrificación, la uniformidad globalizada, el tráfico de inmigrantes, el megalujo,
la corrupción, el embrutecimiento que inyectan según qué productos culturales o el descomunal negocio de las patrias y de quienes se desviven por hacerlas necesarias. Es decir, los comportamientos y valores de una sociedad siempre entregada al espectáculo, pivotando entre la mascarada y la farsa, y regida por un pragmatismo tan obsceno como acomodaticio.
Mediante 35 historias bien trabadas, en Quién crea la noche Sorela va desplegando un rico mural que conforma una radiografía de nuestro presente protagonizada por personajes de todas las edades, procedencia y condición —muchos de genealogía mestiza—, que se mueven por medio mundo y viajan en distintos medios de transporte —desde cruceros a pateras y aviones o trenes—, con propósitos y razones muy distintas. A la vez que se dibuja la vida real y nuestro proteico presente, se perfilan los conflictos íntimos: la baraja de emociones y sentimientos que guía nuestras vidas, la duda de si estaremos hechos de libertad o destino, el amor como experiencia fronteriza, los dilemas morales, la reivindicación de la belleza en un mundo muy necesitado de ella, la alianza entre naturaleza y creación, la duda y a la vez la esperanza de que la literatura y el arte nos alivien de los golpes y naufragios, la desazón o la congoja ante el paso y el peso del tiempo…
Y es admirable la modulación, la intensidad y la belleza con que este prodigioso mural va apareciéndosele al lector, resultado de conjugar una mirada tan atenta como aguda y selectiva sobre la realidad, con una estimulante imaginación creadora.