Deborah Levy.
“A veces se prefiere la oficina al estatus de esposa”
Hasta alcanzar los cincuenta años, Deborah Levy (Johannesburgo, 1959) se había dedicado a la literatura y al teatro. Ha escrito para la Royal Shakespeare Company y dos de sus libros, Nadando a casa y Leche caliente, llegaron a finalistas del prestigioso Man Booker Prize. Pero el divorcio de su marido, con el que tiene dos hijas, y la consiguiente búsqueda de la libertad propia en una sociedad patriarcal ideada para impedírselo, inspiró lo que describe como “una autobiografía en construcción”, dos libros escritos desde un punto de vista decididamente feminista. Literatura Random House publica ahora ambos, Cosas que no quiero saber y El coste de vivir. “Las mujeres de 50 y 60 años están invisibilizadas en la literatura”, afirma Levy. “He querido poner luz”. El martes dará una charla en el CCCB de Barcelona: Con voz propia. Lengua, literatura y la política del silencio.
La cita es en las oficinas de su agente, en Bedford Square, Londres, en un bonito edificio de arquitectura georgiana. Levy lleva un curioso peinado: se ha tomado la molestia de ahuecar el pelo pero con un toque desaliñado. La mirada llega sola a sus zapatos rococó. “Its raining cats and dogs!” (llueve a cántaros), dice escupiendo las eses como si fueran gotas de lluvia. Su acento es un recuerdo de Sudáfrica, de donde su familia se exilió cuando tenía nueve años. Atrás dejaban la humillación vivida tras el encarcelamiento durante cinco años de su padre en represalia por su lucha contra el apartheid.
Es un acto de generosidad extrema. La mujer tiene que buscar dentro de sí otro don. Que no sea solo el sacrificio, la paciencia eterna, la resistencia, la servidumbre. Debemos preocuparnos por nuestra propia felicidad porque nadie ha sido entrenado socialmente para hacerlo. Por decirlo en otras palabras: tenemos que asegurarnos de reservarnos un cuarto propio [como escribió Virginia Wolf ].
En muchas cosas sí, en algunos aspectos no. La política del hogar moderno se ha vuelto complicada y confusa. Hay mujeres modernas y poderosas que no se sienten a gusto en sus casas. Prefieren estar en la oficina o dondequiera que trabajen: su estatus es mayor que como esposa o pareja.
Por eso describo a esa vecina que se avergüenza de vivir sola y transmite parte de la culpa a cualquier mujer que vea que vive su vida por su cuenta, libre. También sabemos que la violencia doméstica existe en el seno del matrimonio. ¿Qué tipo de protección es esa?
No debería sorprendernos que los hombres que se sienten los dueños del mundo no asuman que se les diga que ya no es lo aceptable. Que griten y se revuelvan. Serán contestados y se estudiará en los libros de Historia. No pueden contar ya con el silencio de las mujeres para protegerlos.
Se sienten protegidas por ellos. ¿Qué será eso que tanto temen sin esos hombres al lado?
Aprender fontanería es una gran idea. Cuando desatornillas, intentas comprobar qué es eso que no permite que el agua corra, como cuando escribes. Culturalmente a la mujer no se le enseña esta tarea. Y no lo entiendo.
Es algo que lleva tiempo para todos. Nos convertimos en lo que somos a través de la imitación del otro. Primero imitas a tu madre y a tu padre. Luego quieres hacer aros de humo al fumar igual que tu amiga, que a su vez imita a esa actriz de Hollywood. Todas estas imitaciones acaban siendo parte de nuestra identidad. Conforme nos abrimos al mundo, nos ayuda conocer a gente distinta a nosotros. Oír sus historias. Discutir. Compartir una copa de vino. Y entonces empezamos a imitar lo que nos gusta de ellos y ellos hacen lo mismo con nosotros. Orwell decía que los colonialistas llevaban una máscara y que se adaptaban a ella. Creo que la identidad es una máscara; nos escondemos detrás y pensamos: “Soy así y esto no me gusta”. La identidad no es una cosa fija. Es muchas identidades fluyendo desde el gran y amplio mundo que nos rodea.
Leí su ensayo de 1946, y quise contestarle. Una de las razones que cita es el propósito político. Y me di cuenta de que el mío era el feminismo. El mundo no está construido de forma favorable para nosotras.
Cuando te han contado que el hombre blanco es de fiar, equilibrado, y lo ves tratar a la gente de color de una forma socavante, irrespetuosa y cruel… Aunque seas un niño, o quizá por eso, te das cuenta de que algo no está bien. Recuerdo a aquellos pequeños negros hambrientos que buscaban comida en la basura y a mis compañeros blancos tirándoles piedras. “Los negros no son de fiar”, decían, pero siempre lo sentí al revés. La sensación me atrapó y el mundo se dio la vuelta. ¿Quién ejerce el poder? ¿Quién dice qué es el bien y qué es el mal?
Siempre me he preguntado cómo usa la gente el poder. ¿Lo usa para el bien de los demás? Que en esta época de engaños y de fake news haya llegado alguien como Alexandria Ocasio-Cortez es un alivio. Es importante que haya gente que pueda hablar directamente al poder. Las mujeres jóvenes son increíbles y salvarán al mundo.
Acabo de pasar una temporada en París. En el edificio de una guardería había una placa que decía “En memoria de los niños judíos que fueron deportados en 1942”. Terrible. Tres. Cuatro. Cinco años. Fuera había un cartel de Marine Le Pen, su rostro enfrentado a la placa en recuerdo de las víctimas del nazismo. El siglo XX y el XXI mirándose; coexistiendo. Con este desbordamiento de nacionalismos, ¿qué mensaje lanzamos en la botella? Depende de cómo te apellides.