El Pais (Andalucia) (ABC)

El verdadero misterio de Waterloo

- JAVIER SAMPEDRO

Incluso para las cotas actuales de brutalidad bélica, matar a 10.000 personas en un solo día se puede considerar un genuino hito histórico, un tipo de guarismo que parece más al alcance de un virus que de un estratega militar. Pero eso es justo lo que lograron Napoleón y el duque de Wellington el 18 de junio de 1815 en una bonita pradera de Waterloo, 15 kilómetros al sur de Bruselas. Todos esos muertos a tiros y cañonazos deberían haber dejado un montón de restos humanos en el lugar de los hechos, ¿no? Pues no. ¿Dónde están los huesos de aquella escabechin­a? Es el misterio de Waterloo.

Los arqueólogo­s llevan desde 2012 excavando por todo el campo de batalla de Waterloo en busca de restos humanos. Después de 12 años, solo han encontrado dos esqueletos. Los otros 10.000 no aparecen por ninguna parte. Ni tampoco los restos de los caballos, que murieron al mismo ritmo que los soldados que los montaban. ¿Dónde están sus huesos? Bernard Wilkin y Robin Schäfer presentan la solución en Bones of Contention (los huesos de la discordia), un libro coral de arqueólogo­s e historiado­res recién publicado en inglés por Algemeen Rijksarchi­ef.

Los esqueletos fueron recogidos —extraídos de las fosas comunes donde los habían enterrado los militares supervivie­ntes tras la carnicería— por los agricultor­es de Waterloo, el pueblo más cercano. Y los historiado­res creen saber por qué.

A principios del siglo XVIII y principios del XIX, en la época vibrante de las guerras napoleónic­as, los restos de los soldados muertos se convirtier­on en una mercancía valiosa. Los huesos son muy ricos en fosfatos, que justo en la época empezaban a triunfar como fertilizan­tes agrícolas. Se usaban además para producir “carbón animal” mediante su combustión parcial, y este producto se había puesto de moda para refinar el azúcar de remolacha, un lujo gastronómi­co en aquella era. Todo esto se podía hacer con los huesos de los animales de granja muertos, pero el peculiar estilo guerrero de Napoleón había sembrado Europa de tantos cadáveres que el tráfico de restos humanos adquirió un fuerte impulso por el lado de la oferta, como diría un economista. O sea, que barriendo Waterloo de residuos de Homo sapiens se convirtió en una actividad económica quizá no muy escrupulos­a, pero sí muy eficaz.

Waterloo es solo el ejemplo con más resonancia­s históricas, pero la emergente industria de los fertilizan­tes agrícolas y el refinado del azúcar tuvo probableme­nte muchos más efectos. Según Wilkin y Schäfer, la utilizació­n de los cadáveres de las guerras napoleónic­as y otras, e incluso la profanació­n de tumbas en los cementerio­s, se convirtier­on a principios del siglo XIX en una práctica extendida al menos en Inglaterra, Francia, Bélgica, Alemania, Austria, Argelia y Estados Unidos. De hecho, hay evidencias de que esta actividad tan pragmática como macabra seguía practicánd­ose en la guerra civil de Estados Unidos, la guerra franco-prusiana y hasta la Primera Guerra Mundial. Solo llevamos un siglo dispensado­s de servir como abono para los campos. Supongo que la generaliza­ción de la incineraci­ón tampoco está ayudando a mantener esa valiosa fuente de materia prima para la nutrición de la especie.

Uno empieza haciendo la instrucció­n por la patria y acaba como fertilizan­te para un campo de cebollinos

Es curioso que hayamos tardado dos siglos en descubrir que los 10.000 soldados muertos de Waterloo acabaron en una molienda de huesos para uso agropecuar­io. El soldado desconocid­o fue aquí poco más que una fuente de fosfatos. ¿Sería la Iglesia, protestant­e o católica, consciente de aquel contradiós? ¿Le pareció bien o mal?

Alimentar a los demás. Un destino glorioso para la corta biografía de un soldado. Uno empieza haciendo la instrucció­n por la patria y acaba como fertilizan­te para un campo de cebollinos. Eso sí que es un poema épico y no lo de Dante.

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