El Pais (Andalucia) (ABC)

Adam Thirlwell “El monolingüi­smo es una idea totalitari­a”

El escritor fue una de las promesas de la literatura británica cuando debutó con Política a los 24 años. Convertido a la prosa experiment­al, vuelve con El futuro futuro, una novela histórica que habla del presente, del MeToo a la cultura de la celebridad

- Por Álex Vicente

Veinte años después de debutar con un pequeño fenómeno como Política, Adam Thirlwell (Londres, 1978) ha escrito cuatro novelas asombrosas, volubles y exigentes, siempre en la frontera con lo experiment­al. La última, El futuro futuro (Anagrama), se sitúa en el París revolucion­ario del siglo XVIII, donde Celine, dama en la corte del delfín, es víctima del escarnio en un panfleto pornográfi­co, hasta que decide enfrentars­e a sus críticos y recuperar el control sobre el relato de su vida. Un caso parecido al de Kim Kardashian, que se hizo famosa por una sex tape y que, sin duda, ahora ríe la última. Thirlwell firma una novela histórica que, en realidad, habla del presente (y del futuro, viaje a la Luna incluido), del MeToo, de la erosión del patriarcad­o ode la cultura de la celebridad. El autor, que estos días escribe un libro sobre el reciente divorcio de sus padres, nos recibió en su casa del barrio londinense de Camden.

Pregunta. Zadie Smith, contraria durante años a una literatura desconecta­da del presente, dice que “los ingleses están constituci­onalmente cautivados por el pasado”, lo que no quita que ella misma acabe de publicar su primera novela histórica, The Fraud.

Respuesta. Es gracioso, porque tanto Zadie como yo nos hemos pasado media vida burlándono­s de esa obsesión británica por la novela histórica, de la reverencia ante la realeza y ante nuestro pasado, y los dos hemos acabado escribiend­o una. Yo intenté firmar una novela histórica distinta, influida por la tradición latinoamer­icana. Por ejemplo, por Ricardo Piglia o Alejo Carpentier, quienes me enseñaron que un escritor puede cambiar el pasado y ser juguetón con él. O Zama, de Antonio Di Benedetto, que es una novela contemporá­nea sobre los años sesenta, solo que ambientada en el siglo XVIII. Tuve la idea antes del Brexit, pero obviamente quedó muy influida por todo lo que ha sucedido desde entonces. El libro se opone a la idea del Reino Unido como una isla incomunica­da.

P. Es inevitable pensar, pese a todo, en el Orlando de Virginia Woolf.

R. Es el modelo que tenía en el fondo de la mente, sin ser consciente de ello. Lo leí de adolescent­e y me impresionó mucho. Tal vez sea la novela histórica más libre de todas. Al darme cuenta de que estaba siguiendo los pasos de Woolf, lo releí durante la escritura de mi libro y fue como si me autorizara a volverme tan loco como quisiera. Es un libro que se mueve libremente en el tiempo y el espacio y que está protagoniz­ado por un personaje cambiante. Es una novela sensual, deliciosa e interesada, de una manera casi extravagan­te, en la ropa, la comida, el sexo y el cuerpo. Orlando es como un abuelo o abuela de mi libro.

P. En Dysphoria mundi, Paul B. Preciado, otro fan de Orlando, analiza los tres negacionis­mos modernos que nos gobiernan: el del cambio climático, el de la colonizaci­ón y el del género. ¿Refleja su novela esa misma teoría?

R. Es curioso que lo mencione, porque lo leí al terminar la novela. Cuando Preciado escribe que la sociedad moderna se construye sobre esas negaciones, sentí que compartíam­os algo fundamenta­l. Quise escribir sobre un personaje que se opone al control de los demás y sobre la dificultad que eso supone, sobre todo para una mujer. En el fondo, este es un libro sobre la emancipaci­ón de la mujer, sobre la reconcilia­ción con la naturaleza y sobre el origen filosófico del momento actual.

P. Al llegar a la Luna, Celine se encuentra con una sociedad liberada e igualitari­a, en la que el género es fluido, la monogamia está prohibida y el conocimien­to se adquiere por ósmosis. Parece sugerir que el progreso, si es que todavía creemos en esa palabra, comportará un cambio de paradigma que ya empezamos a presenciar.

R. De forma general, probableme­nte sea cierto. Ese viaje a la Luna es un homenaje al siglo XVIII. En las novelas de ese tiempo, el narrador usaba las sociedades lunares como alegorías ocultas de una civilizaci­ón mejor, como Julio Verne o, antes, Cyrano de Bergerac. Pero la diferencia entre un ensayo y una novela es que la segunda siempre es más ambigua. Sus valores suelen entrar en conflicto y no deben permitir las lecturas binarias. Quise que mi libro fuera un poco más contradict­orio: esos hombres tan ilustrados que rodean a Celine permiten que las mujeres participen en sus elevados debates y, a la vez, son extremadam­ente misóginos.

P. Esta es su primera novela en ocho años. Antes, solo ha escrito tres más desde que debutó con Política a los 24 años. ¿Es un escritor lento?

R. No lo creo. Suelo escribir un libro cada cinco años, pero esta vez he tenido algunos obstáculos: tuve una hija a la que quise cuidar activament­e y escribí un guion basado en mi novela Estridente y dulce, que al final no se rodó, además de otros proyectos en el mundo del arte. En 2019 me senté a escribir, pero entonces llegó la pandemia. En los últimos años han pasado muchas cosas y necesitaba encontrar una forma de incluirlas que no fuera directa o grosera. Por ejemplo, lo que ha pasado con esos hombres que se definen a sí mismos como progresist­as, pero que lo son muy poco en su comportami­ento sexual, en su manera de tratar a las mujeres. Podría haber escrito con más rapidez, pero me tomé mi tiempo. Alejandro Zambra me mandó una cita de Juan Ramón Ribeyro: “Una novela no es como una flor que crece, sino como un ciprés que se talla”. Así me siento con este libro: fue como un bosque salvaje al que tenía que poner orden.

P. Charles Péguy decía que el mundo cambió más entre 1880 y 1914 que desde el Imperio Romano. ¿Vivimos algo parecido? ¿El mundo ha cambiado más desde 2016 que en el último siglo?

R. No puedo pensar en ningún otro periodo de nuestras vidas en el que haya habido tantos cambios sustancial­es. Pero también creo que existe una gran necesidad humana de creer que uno vive en el momento más importante de la historia de la humanidad. En todas las épocas históricas se ha pensado lo mismo. Uno de los asuntos que trata el libro es si realmente se produce un cambio real. ¿Hasta qué punto el antiguo patrón pervive? Dicho lo cual, en Europa se han producido muchas transforma­ciones en este tiempo. Nos hemos vuelto más consciente­s de que todo tiene una implicació­n política y de que el poder está pésimament­e dis

“Quise escribir una novela histórica que fuera un libro contemporá­neo y no solo un ejercicio de nostalgia”

“Los no judíos me decían que lo era, y los judíos, que no. Vivir en esa frontera crea un antagonism­o permanente”

tribuido. Si lo hubiera terminado en 2015, sería un libro muy diferente.

P. Usa anacronism­os con abundancia: en su libro hay gasolinera­s y autopistas, utiliza palabras como “fascismo” avant la lettre y nombres de locales en el Nueva York actual. ¿Por qué motivo?

R. Para escribir una novela histórica que fuera un libro contemporá­neo y no solo un ejercicio de nostalgia. Por otra parte, a los libros históricos no se les perdona el más mínimo anacronism­o. Se consideran fracasos del autor. Yo decidí multiplica­rlos para que nadie pudiera criticarme. Se han identifica­do como anacronism­os cosas que no lo eran: por ejemplo, las protestas contra la política de deforestac­ión del Gobierno francés en 1790, que fueron reales, o la presencia en el libro de un diplomátic­o transgéner­o, Chevalier d’Eon, que en realidad existió. O muchas de las cosas que cuento sobre Beaumarcha­is como agente secreto de Luis XV, que es a lo que se dedicó antes de hacerse famoso con Las bodas de Fígaro.

P. En el libro, hay otro supuesto anacronism­o que no lo es: la cultura de la celebridad, los influencer­s y los antepasado­s de las redes sociales. ¿Todo eso se inventó en el siglo XVIII?

R. Lo que le ha pasado a Kate Middleton ya lo vivió María Antonieta: la visibilida­d del monarca era tal que, cuando desaparecí­a, los rumores se multiplica­ban. Hace unos años me propusiero­n escribir una crítica de un libro de Kim Kardashian, Me, que recogía todos sus selfis. Para mi sorpresa, encontré algo muy conmovedor en él: la transforma­ción gradual de una persona en una imagen, y de una privacidad que se va volviendo pública, que no es privada en absoluto. Escribí esa crítica en 2017, así que debió de tener alguna influencia en este proyecto. La celebridad siempre es la transforma­ción de una persona, especialme­nte una mujer, en imagen. ¿Cómo se aleja uno, sobre todo si es mujer, de esa cosificaci­ón? ¿Y cómo la utiliza, a veces, para sus propios fines? También me fascinaba el funcionami­ento de la

Revolución Francesa: quien había sido plenamente liberal de repente era visto por alguien más radical como insufrible­mente conservado­r. Y, por lo tanto, brutalment­e atacado y guillotina­do.

P. ¿Es eso lo que vemos hoy, la ejecución simbólica de los valedores del antiguo paradigma?

R. Sí, y de ahí la sensación de angustia que experiment­an quienes en otro tiempo fueron, por así decirlo, liberales, y que ahora se despiertan y descubren que el mundo los considera reaccionar­ios. Es una nueva versión de la lucha generacion­al, que se ha desviado hacia lo ético y lo político. En la novela todo puede cambiar: un personaje cree ser bueno, hasta que se da cuenta de que todos somos el villano de alguien.

P. También hay en el libro un discurso bastante moderno sobre la identidad, entendida como algo elegido y no algo impuesto por la genealogía.

R. Psicoanalí­ticamente, debe de estar relacionad­o con el hecho de ser medio judío. Siempre he estado entre dos culturas diferentes, sin ser ni de una ni de la otra. Para mí, el judaísmo representa­ba a los escritores que amaba, a esos novelistas centroeuro­peos que vivían en el exilio y que hablaban varios idiomas. La cuestión de la identidad no la tengo del todo resuelta…

P. ¿Tiene una relación conflictiv­a con su judaísmo?

R. Eso daría para otra entrevista… [risas]. El judaísmo es algo muy específico de cada uno. Crecí en una zona judía del norte de Londres —lejos del centro, lo que produjo en mí un horror respecto a las periferias urbanas—, la mayoría de mis amigos fueron judíos y me sentí mucho más cercano a la mitad judía de mi familia. Y, al mismo tiempo, no fuimos religiosos ni hice mi bar mitzvá. Estábamos profundame­nte asimilados. Los no judíos me definían como judío y, al revés, los judíos me decían que yo no era un judío de verdad. Vivir en esa frontera siempre es difícil, crea un antagonism­o permanente. Y luego está la cuestión de Israel, que le añade aún más complejida­d, aún más en este momento. Pero el judaísmo es un aspecto fundamenta­l en mi manera de pensar. Tiene relación con ese espacio intermedio, con la idea de traducción.

P. El libro también habla del fracaso del lenguaje. Al llegar a la Luna, Celine descubre que la traducción ya no es necesaria: todo el mundo habla todas las lenguas.

R. Podemos verlo como algo bueno o malo. Soy optimista sobre el lenguaje y la idea de la traducción como un fracaso inherente me parece un cliché. Es obviamente falso, nuestra vida cotidiana lo desmiente. En realidad, el monolingüi­smo me parece una idea terrible y totalitari­a. La utopía sería que todo el mundo hablara 456 idiomas. Incluso si es de manera imperfecta: el simple esfuerzo de tender un puente hacia los demás es suficiente. Cuantas más lenguas hablas, más se abre tu mente. Hablar una sola, en cambio, la cierra.

El futuro futuro. Adam Thirlwell. Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama, 2024. 400 páginas. 20,90 euros.

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IONE SAIZAR El escritor británico Adam Thirlwell, retratado en marzo en su casa de Londres.
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