Los límites del ‘true crime’: “No añadir más dolor al dolor”
Los sucesos suelen ser hechos que retratan el lado más oscuro de la naturaleza humana. Nos dejan ver —o al menos, intuir— el mal que nos habita, el señor Hyde que llevamos dentro. Por eso, y porque nos educan desde niños para garantizar una buena vida en sociedad, los sucesos captan poderosamente nuestra atención. Nos atrapan, generando una mezcla de desconcierto y rechazo, que demanda casi de forma ansiosa una explicación: ¿Quién pudo hacer eso? (autor); ¿por qué? (el móvil); y ¿cómo? (el modus operandi).
Los sucesos mediáticos no son algo nuevo (desde las niñas del Alcasser hasta los casos de Diana Quer, el de la niña Asunta…), pero las redes, la televisión a la carta y la proliferación de plataformas junto con el auge del true crime han multiplicado la exposición de esos terribles casos y de sus protagonistas, interfiriendo en el duelo de los familiares y generando un desapego social para con las víctimas. El morbo por la violencia y el dolor ajeno se vuelve impúdico y despiadado cuando se convierte en una forma de entretenimiento.
El periodismo de sucesos, un género que goza de una histórica mala fama, trata de dar respuesta a esas preguntas y de satisfacer esa imperiosa demanda, lo que entraña una gran dificultad y responsabilidad. En primer lugar, los sucesos implican una movilización casi inmediata al lugar de los hechos para obtener información fidedigna. En segundo lugar, aclarar lo sucedido requiere
fuentes, para discriminar el grado de verdad y verosimilitud de las informaciones que se agolpan en torno a un crimen. Es un terreno muy resbaladizo. Y en tercer lugar, son los entornos de las víctimas los que aportan más información tanto a los investigadores policiales como a los periodistas. Comienza así un ejercicio de equilibrio en el que hay que calibrar cómo responder a quién, por qué y cómo sin añadir dolor al dolor. A sabiendas de que todo lo que se publique podrá ser replicado y repetido por tiempo indefinido.
La semana pasada, Patricia Ramírez, la madre de Gabriel Cruz, asesinado por la que era novia de
su padre, Ana Julia Quezada, en 2018, repetía esa frase: “No añadir más dolor al dolor”. Lo hacía mientras suplicaba que no se permita hacer un documental en el que se pone un micrófono en la cárcel a la asesina de su pequeño, de ocho años. “¿Qué clase de sociedad somos o queremos ser si permitimos eso?”, preguntaba. “No es una serie, es nuestra vida; no es ficción, no somos actores”.
Dónde está el límite entre el derecho a la información con el derecho al duelo, a la intimidad y a la memoria de las víctimas es un debate que cuestiona nuestra escala de valores como sociedad, personas y consumidores.