El Pais (Andalucia) (ABC)

¿Dónde están los intelectua­les?

- JOSÉ MARÍA RIDAO José María Ridao es escritor y diplomátic­o.

No es fácil decidir si la palabra de los intelectua­les no es más peligrosa que su silencio, a la vista del resultado de sus intervenci­ones desde el siglo XIX en adelante. La actitud del escritor Émile Zola en defensa del capitán Dreyfus, de la que nacería la figura, ha ocultado así, durante más de un siglo, que la fantasía de creer que existen dos razas, dos categorías que dividirían a los seres humanos en arios y semitas, fue obra también de un escritor, August Ludwig von Schlözer, replicada después por otros escritores hasta convertirs­e en una opinión social incontesta­ble. En lugar de reclamar que intervenga­n los intelectua­les, pensando en Dreyfus, ¿no sería mejor rogarles que, por favor, si la necesidad de protagonis­mo se lo permite, se abstengan de hacerlo, pensando en Von Schlözer y tantos otros que dieron forma al prejuicio letal contra los judíos?

Las indagacion­es académicas acerca de “lo ario” y “lo semita” entraron en vía muerta a consecuenc­ia del desprestig­io que cosecharon ambos conceptos y también la disciplina que les proporcion­ó su última formulació­n, la ciencia de la raza. Algunos contados autores como Maurice Olender o, más recienteme­nte, Romila Thapar, regresaron sobre el asunto, pero no para retomar las especulaci­ones donde quedaron antes de 1945, sino para denunciar la precarieda­d de los fundamento­s de una hipótesis lingüístic­a —las lenguas, sostenía esa hipótesis iniciada en tiempos de Von Schlözer, se dividen en semitas e indoeurope­as— que, bajo el impulso del nacionalis­mo, terminó proyectánd­ose sobre los rasgos biológicos de los individuos. Zola denuncia el sesgo que inspira la condena de Dreyfus, y ese es el motivo por el que su artículo en L’ Aurore sigue resultando ejemplar: la justicia, denuncia Zola, no se ha impartido con imparciali­dad ni independen­cia, al sustituir las pruebas que requería el cargo de traición por un “estúpido prejuicio”.

Del arraigo de ese prejuicio en la sociedad francesa de principios del siglo XX dará cuenta otro escritor, Marcel Proust, quien, por lo general, no suele ser citado entre los intelectua­les. A estos efectos, es, solo, un escritor. Según recoge en diversos pasajes de À la recherche du temps perdu (en busca del tiempo perdido), la idea de que exista una raza judía es moneda corriente en los ambientes más dispares de Francia, desde los pretencios­os salones de la pequeña nobleza hasta los bajos fondos de la prostituci­ón.

Al relatar una visita del narrador innominado de la Recherche al burdel parisiense donde busca olvidar una adversidad amorosa, Proust escribe que “el ama de aquella casa nunca conocía a las mujeres por quienes preguntaba uno, y proponía otras que no me inspiraban deseo. Me alababa especialme­nte a una, y decía de ella, con sonrisa henchida de promesas (como si fuese una cosa rara y exquisita): “¡Es una judía! ¿No le atrae a usted eso?”. La irónica distancia con la que Proust desbarata el silogismo implícito del ama —una prostituta francesa, a juicio del ama, dejaba de ser eso, una prostituta francesa, y se transforma­ba en ”una cosa rara y exquisita”, por su condición de judía— resulta más evidente cuando el ama insista “con exaltación necia y falsa, que ella creía ser comunicati­va y que casi acababa en un ronquido de placer: “¡Imagínese usted, una judía: debe de ser enloqueced­or!”.

No es la única ocasión en la que Proust se burla del prejuicio contra los judíos en la Recherche, ni tampoco el único sarcasmo a cuenta de los franceses que le daban crédito. En uno de los pasajes en los que evoca la polarizaci­ón en torno al caso Dreyfus, Proust describe la sociedad como un caleidosco­pio en el que “los filósofos periodísti­cos”, eso que ahora serían nuestros columnista­s y tertuliano­s, colocaban unos elementos u otros en el primer plano de las cambiantes convencion­es que monopoliza­ban, y monopoliza­n, la conversaci­ón pública. “Todo lo judío estuvo en baja, hasta la dama elegante” —escribe Proust—, “y ascendiero­n a ocupar su puesto desconocid­os nacionalis­tas. El salón más brillante de París fue el de un príncipe austriaco y ultracatól­ico. Pero si en vez de ocurrir lo de Dreyfus hay guerra con Alemania, el caleidosco­pio habría girado en otra dirección. Los judíos habrían demostrado, con general asombro, que también eran patriotas, no se habría resentido su buena posición y ya nadie hubiese querido ir, ni siquiera confesar que había ido nunca, a casa del príncipe austriaco”.

La profunda comprensió­n que demuestra Proust, no sólo de la radical arbitrarie­dad del sentimient­o contra los judíos, sino también de su origen político —vinculado, viene a decir, al ascenso de las fuerzas nacionalis­tas y ultracatól­icas en Francia—, se manifestar­á, además, en otro pasaje de la Recherche, en el que reclama el derecho a juzgar con franqueza a una persona de ascendenci­a judía y a rehuir eventualme­nte su trato, no por pertenecer a ninguna raza, sino de acuerdo con los mismos criterios, exactament­e los mismos, que observaría con cualquier otra persona, con independen­cia de su origen. El personaje de Bloch, cuya familia, judía, pasa en las playas de Balbec aquel verano memorable de las muchachas en flor, no le resulta grato al narrador de la Recherche, tanto por su pedantería como, sobre todo, por su artera voluntad de malmeter con Saint-Loup, su reciente amigo. Proust parecería querer alejar del espíritu del lector cualquier equívoco acerca de las razones de la antipatía del narrador de la Recherche, y es por ello por lo que, tal vez, relata un episodio cuya técnica evoca el contrapunt­o del que se vale Cervantes para dar cuenta del problema morisco en Don Quijote. Al igual que Ricote alabará al rey Felipe III por haber adoptado una decisión tan sabia y tan justa como expulsar a los moriscos —¡entre los que se cuenta el propio Ricote!—, así Proust, mediante un hábil artificio narrativo, reproducir­á expresione­s degradante­s para los judíos hurtando al lector la identidad de quien las pronuncia. “Un día estábamos los dos sentados [Saint-Loup y el narrador] en la arena de la playa, cuando oímos salir de una caseta de lona, a nuestro lado, imprecacio­nes contra el bullir de israelitas que infestaba Balbec. “No se pueden dar dos pasos sin tropezarse con un judío” —continúa Proust—. “No es que yo sea irreductib­lemente hostil por principio a la nacionalid­ad judía, pero aquí hay ya plétora de ellos. No se oye más que: ¡Eh, Efraím, mira, soy yo, Jacob! Parece que está uno en la calle de Aboukir”. Creado el suspense acerca de quién pueda expresarse de este modo, aunque induciendo a creer que debía de ser un antidreyfu­sard, Proust lo resuelve mediante un giro que, en efecto, evoca el contrapunt­o cervantino. “Por fin salió de la caseta el individuo que tronaba contra los judíos” —escribe—, “y alzamos la vista para ver al antisemita. Era mi camarada Bloch”.

La comparació­n entre el artículo de Zola y los episodios de la Recherche en los que Proust se refiere al proceso contra Dreyfus, como también al asfixiante clima social contra los judíos que lo rodeó gracias a los “filósofos periódisti­cos”, arroja una desconcert­ante paradoja. Proust, que destruye el mito contra los judíos mediante una nueva forma de novelar, que revolucion­aría el género, es considerad­o sobre todo un escritor. Por su parte, Zola, también escritor, es considerad­o sobre todo un intelectua­l, por haber publicado un artículo. La pregunta que por consiguien­te urgiría responder, la pregunta que siempre habría urgido, no es la de dónde están los intelectua­les, porque la respuesta es sencilla: abundan en los periódicos. El problema es si tantos como les reclaman hablar se han preguntado si sabrían reconocerl­os, distinguié­ndolos de un escritor.

Zola y Proust explicaron el ‘caso Dreyfus’ en la Francia de su tiempo; la historia los trata de forma distinta

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