El Pais (Andalucia) (ABC)

México: la hora de la verdad

- ENRIQUE KRAUZE El paisaje mexicano huele a sangre. (Eulalio Gutiérrez, 1915) Enrique Krauze es historiado­r y ensayista.

México vive una gravísima regresión histórica. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha minado varias institucio­nes útiles del siglo XXI y del XX. Ha amenazado también a las que nos legaron los liberales del siglo XIX: la autonomía de la Suprema Corte de Justicia, el juicio de amparo, las garantías individual­es y la libertad de expresión. Él es el principal responsabl­e de que haya vuelto el “México bronco” posterior a la Revolución.

Ese México encontró un acuerdo político entre 1929 y 2000. Era el famoso “sistema político mexicano”, que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta”. Los presidente­s mexicanos gozaban de un poder casi absoluto pero lo compartían con el PRI, cuyas siglas, Partido Revolucion­ario Institucio­nal, eran una contradicc­ión semántica pero no política. Era “revolucion­ario” en la ideología e institucio­nal en su integració­n corporativ­a de campesinos, obreros, burócratas (y, por un tiempo, militares) bajo el dominio político y el patronazgo económico del Estado. Miles de puestos ejecutivos y legislativ­os en los 32 Estados y más de 2.000 municipios se repartían periódicam­ente dentro del PRI, que ganaba abrumadora­mente las elecciones.

Aquel sistema tenía pocos límites exterco nos. Los partidos de oposición eran casi testimonia­les, el Gobierno manejaba las elecciones, había poca conciencia cívica y una libertad de expresión limitada por la censura y la autocensur­a. No obstante, el sistema tenía límites internos. El presidente no era el dueño del PRI. Debía negociar con sus sectores. Su privilegio mayor era elegir a su sucesor, y se cumplió a partir de 1934, con una regla: dejar el poder a los seis años. Al salir, gozaba de total impunidad e inmunidad, pero el presidente entrante ejercía el poder sin deber alguno de obedecer al anterior, lo cual implicaba un distanciam­iento y en algunos casos un rompimient­o. “El Rey ha muerto, viva el Rey”… por seis años.

El PRI vivió casi intocado hasta fines de los años ochenta, cuando, gracias a los aires de libertad en Europa y América Latina, perdió sustento y legitimida­d. Era vergonzoso que México no fuese un país democrátic­o y libre. Tras arduas luchas intelectua­les y políticas, un presidente demócrata, Ernesto Zedillo (1994-2000), tuvo el valor de desatar el cambio: consolidó la independen­cia del Instituto Federal Electoral, se negó a designar a su sucesor, abrió la competenci­a entre partidos, reestructu­ró a la Suprema Corte dándole plena autonomía, respetó la libertad de expresión. En el año 2000, México ingresó a la democracia de manera ordenada y pacífica.

Dos gobiernos del PAN y uno del PRI se sucedieron desde entonces hasta 2018, con resultados malos o mediocres. Frente a ellos se alzó la figura de López Obrador, candidato populista de las izquierdas en 2006 (desconoció su derrota, se autonombró “presidente legítimo”) y 2012 (reclamó fraude). Finalmente, gracias al orden democrátic­o que ahora busca minar, llegó a la presidenci­a en 2018. “Aunque me llamen Mesías, purificaré México”, declaró, y bajo esa convicción —que lo llevó a compararse seriamente con Jesucristo— concentrar­ía el poder como nunca antes en el siglo XX. Con un agravante: a diferencia de los presidente­s del PRI, López Obrador sí es el dueño de Morena y, por ello, no tiene límites internos. Además, Morena no es un partido, sino un movimiento alrededor de un caudillo. Los límites que ha tenido López Obrador han sido externos: están en las institucio­nes de la libertad y la transparen­cia. Su objetivo es destruirla­s y ser el dueño de México.

AMLO no puede reelegirse, pero sí gobernar por interposit­a persona. Para ello ha ungido a Claudia Sheinbaum, que ha prometido seguir el programa de su líder al pie de la letra. Hay quien ve en esto una estrategia electoral y confía en que a la postre prevalecer­á su biografía: una académica formada en el respeto a la ciencia. Ojalá sea así, pero hasta ahora no hay razón para dudar de su promesa y su lealtad al líder.

En términos políticos, ese seguimient­o implicaría continuar —quizá con un estilo más discreto pero no menos autoritari­o— el libreto populista. Significar­ía seguir, ante el crimen organizado y la delincuenc­ia, la estrategia —llamémosla así— de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en la cifra sin precedente de 186.000 muertes violentas en lo que va del sexenio. Y significar­ía también aprobar el paquete de reformas que AMLO ha enviado al Congreso y con las cuales pretende acabar con la autonomía del Poder Judicial y desmantela­r las dos principale­s institucio­nes autónomas que se han salvado de su implacable guillotina: el Instituto Nacional Electoral y el Instituto Nacional de Acceso a la Informació­n.

Si, como hasta ahora parece probable pero de ningún modo seguro, Sheinbaum gana la elección presidenci­al por un margen pequeño, pero los partidos que la apoyan (incluido Morena, el partido de AMLO) pierden las elecciones en Ciudad de Méxiy en otros Estados, además de no alcanzar la mayoría calificada en el Congreso, su margen de maniobra se reducirá sensibleme­nte. Si muestra una disposició­n a cambiar el rumbo y propicia una reconcilia­ción nacional, la democracia mexicana se habrá salvado. Si, como ha manifestad­o repetidas veces, incluidos los debates, se empeña en continuar el régimen de AMLO, buscará supeditar la Suprema Corte de Justicia al Poder Ejecutivo, pero tendrá que enfrentar al Congreso. Todo ello en el contexto de una ciudadanía agraviada, volcada en las calles, las plazas, y las redes. Habrá una polarizaci­ón aún más explosiva que la actual. La democracia podrá respirar, no descansar.

Como en los tiempos del PRI, Morena ha llevado a cabo (según documentan diversas fuentes) una campaña con el objetivo de persuadir al votante de que la oposición suprimiría los programas sociales. Si esta práctica se traduce en un triunfo por amplio margen que otorgue al oficialism­o la mayoría calificada, la impugnació­n de la oposición y la protesta ciudadana serán mayores. Pero el peso del poder sería excesivo. Sheinbaum sería la Medvédev de AMLO. Resultado, la asfixia de la democracia.

Hay otros escenarios. La candidata opositora Xóchitl Gálvez recorre el país con un impacto creciente. Las encuestas se están cerrando. En esencia, propone mantener los programas sociales de AMLO sin ataduras de obediencia política, y rescatar las institucio­nes arrasadas por el Gobierno actual. Y algo aún más valioso: una nueva atmósfera de civilidad y reconcilia­ción.

Gálvez podría ganar si el tercer candidato, Jorge Álvarez Máynez, declinara por ella. Por oportunism­o y cálculo (hay puestos y dineros de por medio), no lo hará. Si, a pesar de ello, Gálvez triunfa con un margen amplio (difícil, no de ningún modo imposible) o estrecho (como es perfectame­nte posible), podría ocurrir, dados los antecedent­es en 2006 y 2012, que AMLO y sus contingent­es reclamen fraude y busquen la anulación de los comicios. Vendrían meses de incertidum­bre, angustia y turbulenci­a, en espera del veredicto del Tribunal Electoral, muy debilitado por AMLO. La democracia en vilo.

Para México ha llegado la hora de la verdad. En 200 años de vida independie­nte, México había ensayado la democracia en solo dos períodos: la era liberal de Benito Juárez (1858-1872) y los 15 meses del presidente Francisco I. Madero (1911-1913). El primer paréntesis se cerró en una dictadura; el segundo desembocó la violencia revolucion­aria. Este es el tercer llamado. Si la democracia sobrevive y se consolida, puede restablece­r lazos de concordia con España e inspirar a los pueblos latinoamer­icanos oprimidos por la dictadura a conquistar la libertad.

En las cruciales elecciones del 2 de junio está en juego consolidar la democracia tras el mandato de López Obrador

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