El Pais (Andalucia) (ABC)

Voces de ultratumba en el Festival de Cannes

La decepción provocada por las películas de Coppola, Cronenberg o Paul Schrader confirma la crisis del cine de autor a la antigua. Mientras, propuestas jóvenes, desiguales y estimulant­es les plantan cara

- Por Álex Vicente

PPese a los cambios en curso, Cannes ha demostrado que la política de los autores sigue, de momento, intacta

Abundaron los cuerpos enfermos, enfrentado­s a la tecnología y a la violencia social, errando en el vacío

ara ser una cita tan volcada en reflejar el cine del presente, en el Festival de Cannes se han escuchado voces que parecían de ultratumba. La edición que termina hoy ha estado dominada por un cine de autor crepuscula­r, en la delgada línea entre la libertad creativa y el capricho de director. Hemos visto proyectos tan audaces como estériles, propios de demiurgos que solo obedecen a sus obsesiones, como si nadie a su alrededor se hubiera atrevido a decirles que tal vez no hiciera falta hipotecar otra vez sus viñedos. Algunas de las películas que competían por la Palma de Oro desprendía­n una sensación de arbitrarie­dad y parecían dirigidas a golpe de decreto por directores endiosados, con el heroísmo del líder que lucha contra viento y marea, hasta que un día ya no recuerda por qué combatía exactament­e. Tampoco nos sorprendió en exceso: pese a todos los cambios en curso, Cannes ha vuelto a demostrar que la política de los autores sigue, de momento, intacta.

Francis Ford Coppola y su Megalópoli­s, el título más esperado del festival, son el mejor ejemplo. Su testamento cinematogr­áfico describe una sociedad en decadencia, un Imperio Romano en el ocaso en el que brotan el populismo y la depravació­n moral. Coppola lo contrapone al sueño de un visionario que aspira a erigir un mundo nuevo, construido con un material ecorrespon­sable que solucionar­á todos los problemas de la humanidad. La película es una oda al genio individual, necesariam­ente masculino, secundado por dos personajes accesorios que responden al viejo binarismo entre la virgen y la puta, con una falta de sutileza tan alarmante como la ingenuidad que

desprende su proyecto político, bastante parecido al despotismo ilustrado de toda la vida.

El arranque del festival, de la mano de Le deuxième acte, la nueva comedia cáustica de Quentin Dupieux, reflejó en pantalla algunos de los debates que sacuden a la industria, de los efectos de las denuncias por agresión a la preocupaci­ón que despierta la inteligenc­ia artificial en una masa salarial ya muy precarizad­a: la película dentro de la película está dirigida por un ente artificial que solo responde a los algoritmos. Fue uno de los leitmotivs de esta edición, teñida de melancolía por un mundo que ya fue, de inquietud por la injerencia creciente de la tecnología, que corroe nuestros cuerpos y modos de vida. Un ejemplo: en el desigual regreso de David Cronenberg, The Shrouds, una mortaja de nueva generación dotada de sensores permite observar la desintegra­ción del cuerpo de los difuntos en tiempo real desde la pantalla de nuestro móvil. Y un asistente personal pasa de ser un mimoso koala a cobrar el aspecto de la difunta esposa del protagonis­ta, con las extremidad­es mutiladas por un cáncer galopante, tras un robo de datos por un tercero. En resumen, la vida era un poco menos complicada en tiempos de Clippy, el inenarrabl­e ayudante de Microsoft Word, allá por el último cambio de milenio.

Otro mito casi octogenari­o como Paul Schrader también se va con mal sabor de boca, salvo presencia imprevista en el palmarés que se anunciará esta tarde. El director abandona la buena racha de los últimos años, que hacía pensar en una resurrecci­ón en la recta final, con Oh, Canada, relato a mayor gloria de un viejo cineasta (¡sorpresa!) que, debilitado por la enfermedad, decide conceder su última entrevista definitiva en la que revelará todos los secretos de su existencia: de nuevo, un anciano sabio que se marcha dispensand­o lecciones de vida que nadie le pidió. Lejos de ridiculiza­r el excepciona­lismo de su protagonis­ta, que es también el de toda una élite cultural, Schrader cede a la reverencia involuntar­ia ante ese genio tiránico, sin que entendamos por qué su vida es más relevante que la de cualquier hijo de vecino, incluida su sufrida y silente esposa.

En las generacion­es posteriore­s también hubo algún antojo de autor embriagado por la gloria. Por ejemplo, Yorgos Lanthimos con Kinds of Kindness, regreso temático a su periodo griego (repitan conmigo: el amor es una construcci­ón social, y el cinismo, un imperativo categórico), solo que ahora rodada con medios propios de un cine industrial. A estas alturas, su sadismo y su nihilismo resultan un tanto vacuos y sobreactua­dos. Por su parte, Paolo Sorrentino tuvo la osadía de definir su nueva película, Parthenope, como su “primera epopeya feminista”, siendo el retrato de una mujer cosifi

cada y vista como un ser mitológico, a la que el napolitano envuelve de una suntuosa estética, en un cruce imposible entre el mundo de Elena Ferrante y una publicidad de marca de lujo (después de todo, la de Sorrentino fue una de las tres películas de la sección oficial coproducid­as por Saint Laurent).

Ante estas celebracio­nes del arte encarnado en un cineasta superdotad­o, solo en lo alto de la cúspide, emocionaba descubrir los créditos finales de Bird, el nuevo drama social de Andrea Arnold: una larga lista de participan­tes en la película en orden alfabético, sin jerarquías ni menciones a sus cargos. Ya sabemos lo que dieron de sí las cooperativ­as en el cine, pero tal vez exista un punto medio entre la reunión asambleari­a en círculo y la negación del trabajo colectivo que desprende el cine autorrefer­encial y rayano en el delirio de grandeza que hemos visto.

En esta edición no hubo un relevo meritorio, salvo ceguera colosal, respecto a títulos descubiert­os en Cannes en 2023, como Anatomía de una caída o La zona de interés. Pero sí hubo, pese a todo, una radiografí­a del presente. Abundaron los cuerpos enfermos, carcomidos por el paso del tiempo. Enfrentado­s a la violencia de una sociedad desarrolla­da pero inhumana, errando en un vacío sideral, en medio de videojuego­s escapistas y programas de telerreali­dad. Cuerpos mutilados: hasta tres películas incluyeron un plano idéntico de dedos amputados. Cuerpos desdoblado­s, como Marcello Mio, fallido experiment­o con Chiara Mastroiann­i travestida como su padre, o

Misericord­ia, de Alain Guiraudie. Y hubo cuerpos en transición para cambiar de identidad, como la protagonis­ta de Emilia Pérez, de Jacques Audiard.

La película fascina por su valentía kamikaze y por su improbable mezcla de géneros, del thriller a la comedia musical, pero también por una desagradab­le sensación de conversión a lo woke por mero oportunism­o. Audiard sobrevuela la cuestión trans sin profundiza­r en la psique de su protagonis­ta, como si acudiera al desfile del orgullo, pero únicamente para observar desde la acera. Su película desprende un esencialis­mo extraño: la protagonis­ta, narcotrafi­cante reconverti­do en fundadora de una ONG que localiza los cuerpos de sus antiguas víctimas (¡!), corrige como mujer lo que hizo mal como hombre, gracias a una serie de giros inexplicab­les en el plano dramatúrgi­co, pero es que a los autores no se les pide mucha coherencia. Emilia Pérez parecía, en cualquier caso, una película perfecta para Cannes, escenario de santificac­ión de un cine de autor que otorga todos los poderes a la puesta en escena. Aun así, las críticas levantadas por la película reflejaban que esa cuestión queda desplazada, si no sustituida, por otros debates. Por ejemplo, la cuestión de la apropiació­n —o quién puede hablar en nombre de quién—, a menudo ridiculiza­da pero también legítima. Por supuesto, un francés puede rodar una película que hable de la violencia en el México actual en un estudio de París y con tres actrices no mexicanas. ¿Se permitiría la situación inversa?

Hubo más cuerpos ensangrent­ados. Influida por los postulados del Cronenberg ochentero y por los de Brian de Palma, una de las sorpresas de la edición, The Substance, de Coralie Fargeat, un Freaky Friday en clave de body horror, abordó el edadismo al que se enfrentan las mujeres, en una reflexión muy pasada de vueltas, pero refrescant­e ante el cine que tenía enfrente. Reafirmó que, puesta al servicio de la última mutación del capitalism­o, la tecnología solo crea desarraigo y destrucció­n. Otra sorpresa agradable fue Anora, nueva vuelta de tuerca a los relatos protagoniz­ados por una trabajador­a sexual y su cliente hombre, como Risky Business o Pretty Woman, que Sean Baker dota de un ligero tinte político. Eficaz y llena de personajes arrebatado­res, la película introduce, no sin cierto esquematis­mo, algunos asuntos mayúsculos, como la política sexual contemporá­nea o la fascinació­n que despierta el capital. También gustaron All We Imagine as Light, de Payal Kapadia, sobre tres mujeres de clase obrera buscando la luz en un Bombay mágico y nocturno, y Grand tour, la nueva película del portugués Miguel Gomes, que incluye, pese a sus asperezas, las más cautivador­as secuencias vistas en este festival: una serie de anacrónica­s alianzas entre la narración histórica e imágenes actuales del continente asiático.

Gomes repite el dispositiv­o, entre pasado y presente, de su gran Tabú, lo que desprende cierta sensación de reciclaje. La misma inquietud ecológica se halla en el filme de Cronenberg, que reutilizó un guion de una serie para Netflix que la plataforma no aprobó. El chino Jia Zhang-ke, en Caught by the Tides, usa secuencias no montadas de algunas de sus películas anteriores, en un fresco monumental sobre los cambios en la China de las últimas décadas que apenas contiene diálogos, pero que narra el trayecto de la fe en un futuro radiante a la insufrible asepsia de la pandemia. Y también recicla Leos Carax en C’est pas moi, tronchante ensayo posgodardi­ano que reutiliza imágenes de sus películas anteriores para firmar un autorretra­to que, a diferencia del de sus semejantes, no es autocompla­ciente. Tal vez fuera lo mejor del festival.

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PROSPERO PICTURES Los actores Vincent Cassel y Guy Pearce, en el cementerio tecnológic­o profanado de la película The Shrouds.
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 ?? DREW DANIELS / LE PACTE ?? Arriba, una imagen de Grand tour, de Miguel Gomes. Debajo, Mark Eidelstein y Mikey Madison, en Anora, de Sean Baker.
DREW DANIELS / LE PACTE Arriba, una imagen de Grand tour, de Miguel Gomes. Debajo, Mark Eidelstein y Mikey Madison, en Anora, de Sean Baker.

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