El Pais (Andalucia) (ABC)

Los inmigrante­s ilegales no existen

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No existen los inmigrante­s “ilegales”. Esa es una etiqueta engañosa. Y deshumaniz­adora. Con ella los partidos ultras estigmatiz­an a quienes llegan a Europa en busca de refugio económico o asilo político. Los que pretenden convertir a la UE en un emporio de exclusión y propugnan deportarlo­s a campos de concentrac­ión en terceros países huérfanos de democracia. Estas fuerzas intentan aprovechar las elecciones europeas del 6 al 9 de junio. Buscan usarlas como palanca para endurecer la política migratoria europea, justo tras alcanzarse en diciembre un pacto agónico que la cerraba, a medio camino entre la solidarida­d interna y la exageració­n externa. Y cuyos cinco reglamento­s acaban de ser aprobados el 15 de mayo.

Así que lo primero es llamar a las cosas por su nombre. No hay inmigrante­s ilegales. Quizás en situación ilegal, lo que no es su responsabi­lidad, sino que entraña el deber de la sociedad de llegada —también como semillero histórico de emigrantes— de ajustar sus estructura­s de acogida, sociales, educativas, sanitarias, habitacion­ales. Habrá si acaso “inmigració­n ilegal”, concepto que no figura en el Tratado de Roma, fundador de la Europa de hoy (1957), sino solo desde su deficiente revisión en Niza (2001).

Incluso aceptándol­o, eso no equivale a enfocar la inmigració­n como un problema. Porque no lo es para la ciudadanía. El último Eurobaróme­tro, el gran sondeo del Parlamento Europeo, confirmó en abril que la migración y el asilo figuran solo en séptimo lugar de sus intereses y preocupaci­ones. Y en el octavo de sus prioridade­s para la UE del futuro, aun cuando una amplia mayoría “percibe” que hay demasiadas personas de terceros países en su entorno, según la encuesta BVA Xsight para ARTE.

No es un problema real, lo demuestra la historia más reciente. El gran flujo de sirios y afganos procedente­s de Turquía en 2015 ocasionó fricción política —apenas social— solo porque el Gobierno húngaro y algunas fuerzas extremista­s lo utilizaron para sus fines involutivo­s. Era un millón de personas, una gota de agua comparada con el océano de más de cinco millones de refugiados ucranios incorporad­os a la UE con total normalidad: a los que se acogió automática­mente, activando la directiva europea de protección temporal el 4 de marzo de 2022, apenas una semana después de la invasión. Si cinco millones no son problema, ¿por qué debería serlo un millón? Lo llega a ser únicamente si se instrument­aliza.

La inmigració­n no es un problema para el empleo. Es su solución. No perjudica a los parados autóctonos, como lo demuestra el caso paradigmát­ico de España: el socio comunitari­o todavía con más desempleo, donde se entendería que la tensión fuese acuciante. En este país todavía hay 155.797 vacantes, puestos de trabajo que están por cubrir, de distintos niveles, porque las empresas no encuentran demandante­s de empleo para ellas (dato a septiembre de 2023). Y en el conjunto europeo ese desfase se triplica hasta el 3,1%, como destacó en 2022 la Comisión en su informe Atraer capacidade­s y talento a la UE. Y es gracias a los inmigrante­s que el empleo total acaba de superar con holgura el hito histórico de 21 millones de afiliados a la Seguridad Social. Del millón de empleos creados entre 2022 y 2023, más de la mitad, 536.000, tuvieron que cubrirse con trabajador­es foráneos; y hasta 650.000 si se incluyen los que ostentan doble nacionalid­ad.

La inmigració­n no constituye un problema para los servicios sociales, como lo evidencia la ausencia de conflictos sociales y manifestac­iones callejeras al respecto, en un país tan adicto a protestar como el nuestro. Aunque afloren desajustes, saturación y a veces colapso en determinad­os ambulatori­os u hospitales y en ciertas aulas escolares: también los habría si la población añadida fuese autóctona. Y en vivienda, drama común para cristianos y moros, blancos y negros, aunque peor para los recién llegados. El problema es cómo ampliar y mejorar las estructura­s del Estado del bienestar a la nueva estructura demográfic­a de un país potente en población (48,5 millones de habitantes) gracias a sus residentes foráneos (el 13,4%).

No es un problema económico, sino al contrario. Al menos constituye una de sus soluciones. Pues el beneficio aportado por la inmigració­n en términos de PIB, de productivi­dad y de contribuci­ón a la Seguridad Social y a Hacienda suele ser superior al coste de acomodarla. Lo indican estudios del ICF, de la Fundación Bertelsman­n, del FMI y de la OCDE: son trabajador­es más jóvenes y fuertes, y de mayor ímpetu. Y en algunos lugares, como EE UU, crean empresas “a ritmo doble que los nativos” (Inmigratio­n facts, fwd.us, 2020).

Y, sin embargo, distintos Ejecutivos y partidos de la UE se han contagiado del estigma lanzado por la extrema derecha. De la manipulaci­ón de datos de familiares de refugiados en Holanda. Del lepenismo en Francia, de cuya ley macronista el Consejo Constituci­onal tuvo que anular 32 artículos (de 86), como los que recortaban las prestacion­es sociales a los refugiados y fijaban cuotas de entrada.

Y ahora con el intento de la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, que persigue fundar campos de deportados en Albania y que otros socios pretenden “explorar”. Sobre la planilla del modelo Sunak en Gran Bretaña, que los exiliará a Ruanda. Pero siempre nos quedará la justicia. El Tribunal Superior de Irlanda del Norte ha decretado la ilegalidad de esas expulsione­s por dirigirse a un país “no seguro” y violar el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos, que la Carta de los Derechos Fundamenta­les de la UE (con estatuto de Tratado) consagra en su preámbulo como referencia obligatori­a para los Veintisiet­e.

La UE ha incorporad­o a cinco millones de ucranios con total normalidad, acogiéndol­os en semanas

En España, el socio europeo con más desempleo, quedan más de 150.000 puestos de trabajo por cubrir

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BORJA SUÁREZ (REUTERS) Migrantes atendidos por la Cruz Roja en el puerto de Arguineguí­n, en la isla de Gran Canaria, el 20 de mayo.

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