Coltán y corrupción
La tensión entre los partidarios de borrar de una vez los efluvios de la Revolución Francesa y los que pretendían superarla a través del socialismo se inclinó a favor de los primeros. En 1849 comenzó el reflujo del gran movimiento que había atemorizado a la Europa biempensante. La revolución había terminado y la gran vencedora fue la burguesía; se eliminaron los restos del feudalismo y servidumbre (excepto en Rusia) y en casi todas las partes se constituyeron Parlamentos elegidos por sufragio censitario (no universal) que otorgaron la hegemonía política a los propietarios. La revolución que anunciaba el Manifiesto del Partido Comunista tendría que aplazarse; era evidente que el proletariado que había de implantar la “sociedad sin clases” todavía no existía. Por ello, el Manifiesto permaneció mucho tiempo como un documento olvidado. Tras quedar desmentido en sus previsiones a corto plazo, las referencias a largo plazo permanecieron en la sombra hasta que, en un clima social nuevo del que nacieron la Primera Internacional y la experiencia de la Comuna de París, en 1871, emergieron nuevas perspectivas de cambio.
Cuenta Fontana que el fracaso de las revoluciones de 1848 representó una gran decepción para Marx, que en su libro El 18 brumario de Luis Bonaparte (1852) hizo una observación fundamental para tal fracaso: “Los hombres hacen su propia historia, pero no lo hacen a su libre albedrío, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentra directamente, que existen y han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Amén de escritor, Fernando Schwartz, premio Planeta de Novela en 1996 por El desencuentro, ha sido comunicador y diplomático. Es esta labor en las relaciones internacionales la que le da el acervo que despliega en Que vaya Meneses (Espasa), su última incursión en la ficción. A medio camino entre la novela de espías, la de aventuras y la política, el libro cuenta la historia de un hombre de mundo, lenguaraz y a veces impertinente, que hace el trabajo sucio para el Ministerio de Asuntos Exteriores español. Patricio Meneses, niño de familia rica de Valencia, figura corta de escrúpulos, políglota al servicio del Estado y de su bolsillo, y no siempre por ese orden, se ve envuelto en una trama para conseguir que España pinte algo en la partida que se juega en África por el coltán y el petróleo. Para ello, Schwartz inventa un país, Matazembí, cerca del Congo y Ruanda, escenario de los peores horrores de las últimas décadas y lugar siniestro donde la vida no vale nada, un espacio en el que Meneses se mueve mejor que en los salones de la ONU en Nueva York, donde estuvo antes destinado.
La descripción de las relaciones entre militares corruptos, espías rusos, salvadores de la patria africanos y dudosos inversores occidentales funciona en una historia en la que también destacan la crítica a la colonización y el expolio de antes y de ahora. Todo, siempre, reflejado a través de los personajes y sus diálogos, muchas veces más informativos que literarios. A pesar de las apariencias, Meneses es un antihéroe y tiene cierto afán justiciero, que le lleva a buscar entre lo peor de esta entramada red de intereses para no dejar un crimen impune. No es su misión, pero sí su fin último. Es ahí, en las sombras del sistema, entre torturas y traiciones, en el momento en que la novela saca lo más oscuro de los personajes y de los escenarios, cuando Que vaya Meneses juega sus mejores cartas, un ambiente en el que hubiera sido deseable que Schwartz incidiera.
Para este discípulo de Vicens Vives, la crisis de 2008 pone al descubierto la ilegitimidad del neoliberalismo vigente