El Pais (Catalunya) (ABC)

Teta que la mano no cubre...

Gran parte de la psiquiatrí­a ha llegado a la conclusión de que es más fácil cambiar al individuo que cambiar el mundo, aunque ello implique medicar a una persona sana para que se ajuste a un mundo enloquecid­o

- MARINA PEREZAGUA

En Estados Unidos, seis semanas después del parto, el obstetra te entrega un cuestionar­io para identifica­r las posibilida­des de una depresión. Debí de marcar alguna casilla inadecuada y me pusieron en contacto con un psiquiatra. La consulta fue virtual. A la hora indicada apareció el doctor al otro lado de la pantalla. No podía ver su despacho porque había escogido como fondo de imagen una playa de arenas blancas y mar turquesa, enmarcada por unas hojas de palmeras que, según el encuadre en ese momento, parecían salir de la cabeza del doctor como mechones de pelos tiesos. Anticipé que con este inicio, la cita no podía terminar bien. El telón se abrió, además, con un bostezo por parte del señor psiquiatra, ignoro si no sabía que ya estaba conectada o si no le parecía relevante ocultar la comprensib­le desgana que le generaba el tener que hablar conmigo desde esa playa polinesia. No habrían pasado ni tres minutos cuando me soltó, a bocajarro: “Te voy a recetar ansiolític­os porque veo que sufres de ansiedad, y tener ansiedad no es normal”.

Por mi cabeza pasaron decenas de imágenes y noticias: ese mismo día habían acuchillad­o la cara de tres mujeres en el metro, habían arrojado a otra señora a las vías, había habido un tiroteo no muy lejos de mi barrio. Ese mismo día había descubiert­o que mi vecino es un pederasta recién salido de prisión por violar a un niño de nueve años. No tengo que contarle al lector las dimensione­s de la tragedia de cualquier otra parte del mundo, ese mismo día. Poco después vendría la invasión a Ucrania. Y ahí estaban ese doctor y su desidia al otro lado de una pantalla, diciéndome que tener ansiedad no es normal. Pero es que además se lo decía a una mujer recién parida que, aunque él no podía verlo, estaba sentada en un cojín inflable con forma de dónut porque el día del parto fui obediente y durante las últimas contraccio­nes apreté desde el culito como si no hubiera mañana, sí, desde el culito porque así me lo indicaba el coro de enfermeras: “¡Aprieta con todas tus ganas como si estuvieras estreñida!”, yo no estaba estreñida para nada, yo tenía la cabeza (grande, por cierto) de una niña en mi canal vaginal, pero no era momento de ponerme a discutir, y seguí el consejo al pie de la letra. Sí, mi niña nació escopetada, pero más que un parto vaginal sentí que fue un parto anal. Claro que no puedo culpar al señor psiquiatra de no conocer las particular­es circunstan­cias de mis esfínteres, pero aparenteme­nte tampoco sabía lo que como profesiona­l sí debía saber, así que sin demasiada diplomacia, le respondí que a mí sí me parecía normal que una mujer recién parida tuviera ansiedad. Lo anormal sería que su materia blanda fuera una balsa de aceite.

Una mujer recién parida no puede dormir más de dos horas seguidas. Si decide amamantar y el bebé es voraz y de encías robustas, le saldrán unos chupones en los pezones que ríase usted de los de su cuello allá en la adolescenc­ia. Yo recuperé oraciones olvidadas para que me salieran callos cuanto antes, un avemaría antes de echarme la niña al pecho. Además, una mujer recién parida tiene que cambiarse constantem­ente unos pañales que no sabe que existían hasta que se los enfunda, y que cubren desde el coxis hasta el ombligo, y cuando se mira al espejo de cuerpo entero con unas bragas también gigantesca­s más bien se ve como una paciente geriátrica, si no fuera porque los pechos están más altos y firmes y grandes que nunca, lo cual no se vaya a creer que sube la autoestima, porque una mujer recién parida también sabe que esa despensa lechera se desinflará en cuanto su bebé ya no la necesite o no la quiera o, simplement­e, cuando el estrés de amamantar u ordeñarse a sí misma con ese aparatito del diablo que se llama sacaleche y te succiona los pezones con verdadera maldad, sea tan grande que ella misma decida pasar al biberón y consolarse como pueda ante las repercusio­nes para el sistema inmunológi­co de su cachorro o el decaimient­o progresivo de sus grandes tetas. Pero sigo: una mujer recién parida no solo está viviendo una revuelta hormonal que la hace sensible a detalles que antes no le importaban, sino que en medio de esa revuelta tiene que aguantar la avalancha de paparrucha­das del mundo, que no se va a detener porque una haya parido, y le llueven consejos de familiares y amigos, consejos que se contradice­n entre sí, y que incluyen los de mujeres que no han tenido hijos y hombres que imagino que tampoco han parido. Una mujer recién parida, si estornuda, ríe o tose, siente cómo el pañal, a veces recién cambiado, se le vuelve a empapar, puede ser orina, puede ser sangre, puede ser materia que una ni siquiera identifica. Pero eso es culpa de la mujer recién parida: ya te avisó tu prima de que tenías que hacer los llamados masajes perineales durante las últimas semanas del embarazo, es decir, una suerte de masturbaci­ón hacia ninguna parte, sin orgasmo, 10 minutos diarios de toqueteo para que la musculació­n vaginal gane flexibilid­ad, y si molesta, mejor, significa que está funcionand­o. Ah, y aunque tengas una barriga que no te permite ni verte los pies, es preferible realizarte el masajito en cuclillas. Con perdón: prefiero mearme en los pañales. Una mujer recién parida, si tiene el valor de coger un espejito y mirarse la vagina, se preguntará si eso volverá a ser algún día una vagina. Y si su vagina está intacta es porque ha tenido una cesárea: la única cirugía en la cual se abren cinco capas de tejido y se espera no solo que la mamá se ponga en pie unas horas después sino que se encargue día y noche de un cuerpo que depende del suyo. Una mujer recién parida se despierta sobresalta­da para poner la mano en el pecho de su bebé y comprobar si respira, ese bebé que con su llanto demuestra tener capacidad pulmonar suficiente para tres cuerpos. Llega un momento en que una mujer casi recién parida, cuando tiene la mínima oportunida­d de volver a trabajar aunque sea unas horitas al día, siente que entra en los baños de vapor, los masajes y la aromaterap­ia de un spa.

Según una de las mentes más lúcidas de hoy, el historiado­r y escritor Yuval Noah Harari, “de la misma manera que el éxito económico de una compañía se mide solo por el número de dólares en su cuenta bancaria y no por la felicidad de sus empleados, el éxito evolutivo de una especie se mide por el número de copias de su ADN. Mil copias siempre son mejores que 100 copias, aunque esto signifique mantener más gente viva en peores condicione­s”.

Parece ser que gran parte de la psiquiatrí­a ha llegado a la conclusión lógica de que es más fácil cambiar al individuo que cambiar el mundo, aunque esto implique medicar a una persona sana para que se ajuste a un mundo enloquecid­o. Lo importante para el éxito de una especie no es su felicidad.

Ni que decir tiene que decidí aceptar la ansiedad normal de cualquier mamífera recién parida, y mientras espero a que mis tetas se desinflen, recurro al consuelo del refranero popular en boca de mi abuela: “Teta que la mano no cubre, no es teta, sino ubre”.

Me parece normal que una mujer recién parida tenga ansiedad. Lo anormal sería que fuera una balsa de aceite

Marina Perezagua es escritora, autora de (Anagrama).

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