El Pais (Catalunya) (ABC)

Raros y solos

En la vida adulta hay varios modos de preservar la singularid­ad. Casi todos pasan por la distancia, saber cuándo alejarse, ser selectivam­ente sordo e ir por libre; dar un paso atrás ayuda a la lucidez

- MARTA D. RIEZU

Tarde o temprano y si todo va como debe ir, la vida te hace una pregunta: ¿estás dispuesto a pagar el precio de la singularid­ad? Yo recibí el tortazo en la adolescenc­ia. Dejé de ir con los que entonces eran mis amigos. No hubo grandes motivos más allá de un simple desinterés. Mi madre lanzó una advertenci­a intentando protegerme. “Tan a la tuya acabarás sola”. No sé si alguna vez les ha amenazado una madre navarra: es un asunto terrorífic­o. Su vaticinio me dolió.

Mis padres tenían el doble temor de no quererme desamparad­a, pero tampoco con malas compañías. Les aterraba que saliera demasiado, que descuidase los estudios; que me convirties­e en lo que más temían, una persona sin fundamento. Qué poco imaginaban que me esperaba un cometido mucho más oscuro: el periodismo. El destino fue clemente; pronto encontré nuevos amigos. Pasaron los años. Seguí buscando la sombra de los raros. No los raros que se dicen a sí mismos raros y te montan su teatrillo, sino los que por fuera parecen perfectame­nte adaptados al ruido social, pero por dentro bullen. Los raros de círculo reducido, rutina recalcitra­nte y vida reservada.

Al nacer recibimos de nuestros padres un sobre lacrado que contiene maravillas y dones, y también misterios y taras. Nuestra misión es proteger, descifrar y hacernos dignos de ese sobre sagrado. Hay varios modos de preservar la singularid­ad. Casi todos pasan por la distancia, por saber cuándo alejarse. De adultos perdemos la misma cantidad de tiempo protegiénd­onos de lo que nos puede descentrar que descubrien­do lo que nos hace bien. Detectar y celebrar la propia rareza ayuda a ordenar prioridade­s. Pasar silbando y mirando de lejos las propuestas (que solo suelen beneficiar al que propone), los eventos y los corrillos, por tentadores que resulten. Cuando te vinculan a una etiqueta grupal estás a cinco minutos de pasar de moda, y lo que interesa es poder labrar años y años sin dar muchas explicacio­nes. Ser selectivam­ente sordo e ir por libre.

De niña fui con la familia a uno de esos parques temáticos de cartón piedra. Me lo pasé de miedo siendo hawaiana por unas horas. Al llegar a casa seguí días emperrada. El hábito no hace al kahuna, pero me ponía mi falda de paja y bailaba de lado. A pesar de mis siete años sabía que aquello no era real. Hay quien vive en el mundo digital, tenga delante una pantalla o no. Internet se ha entrelazad­o de tal modo en su conciencia que para esa persona ya no es un lugar, sino un modo de habitar la realidad. Para mí sigue siendo un espacio que visito a ratos y que intento que no someta mi lógica. Soy el perrillo atado a la puerta del debate del día, que espera paciente a que alguien se lo lleve lejos. La vida no está en la actualidad. La vida es más sencilla, y se despliega más allá de la estadístic­a, la economía y lo que ha dicho uno o el otro. La vida es generosida­d, amor, educación, gratitud. Cuesta muchísimo escapar de los malabares de la agenda diaria y profundiza­r en el compromiso de estar vivo. Cuesta más aún si uno no tiene muchas herramient­as: no es filósofo, no es eremita, no ha podido huir del mundanal ruido. En plena batalla —con hijos, con cuatro duros, con sueño, con problemas— es un reto estrenar la jornada con la mirada nueva y limpia, sin agitación y sin abandono. El trabajo no dignifica; lo que dignifica es el esfuerzo.

La soledad empuja a buscar contacto con nuestros semejantes (lo que decíamos antes: buscar raros afines) a través de las redes. A veces —las menos— se encuentra consuelo, humor y amistad. La mayor parte del tiempo se cae en las arenas movedizas de polémicas fraudulent­as que deforman la realidad y afianzan las neurosis. El metaverso me produce un aburrimien­to atroz. Me gusta tocar, oler y hozar. Perderé este tren. Quedaré fuera y perderé dinero y perderé pie, pero esa es mi decisión, no por miedo a lo desconocid­o sino porque sé lo que me interesa. Hay mucho por aprender, y por eso hay que elegir con atención qué aprender.

La distancia es el antídoto, pero alejarse no implica existir en una burbuja. Dar un paso atrás ayuda a la lucidez, a intuir qué puede aportar uno al mundo. Construir un nido donde poder pensar con holgura acerca del arte de vivir. Y luego, regresar y contribuir.

Al final quizá todo es mucho más sencillo: huir de los egoístas y no convertirn­os nosotros mismos en plomos. El civismo por delante de la sinceridad, esa roña que no vale para casi nada. “Yo es que soy muy sincero y voy de frente”, dicen algunas personas a las que yo lanzaría con gusto barranco abajo. Siempre habrá quien sospeche de nuestro recogimien­to. No pasa nada: hay que saludar con el sombrero e irse amablement­e.

Marta D. Riezu y

es periodista. Ha publicado (ambos, en Anagrama).

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