El Pais (Catalunya) (ABC)

Santíguate antes de ponerlo en marcha

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Montada en el Seat 600, la clase media española se presentó en sociedad a finales de los años 50 del siglo pasado. La memoria de ese coche aún perdura en este país como un factor desencaden­ante del inconscien­te colectivo. Fue la primera señal de que el franquismo había entrado ya en tiempo de descuento. Moverse, viajar sin depender de horarios de trenes ni de autobuses de línea era ya la pequeña conquista de una libertad irreversib­le, con las manos en el volante.

Miguel era todavía menor de edad cuando aquel Seat 600 llegó a su hogar. No podía conducirlo. Solo se le permitía acariciarl­e la chapa como si fuera un animal doméstico. De repente toda la familia, padres, hermanos y tíos carnales, adquirió un sentido unitario en torno a aquel coche utilitario de color tostado que irrumpió en sus vidas. Había costado 65.000 pesetas. Miguel recordaba el primer viaje en aquel Seat 600. Conducido por su hermano mayor le llevó con unos amigos un domingo a la playa de las villas de Benicàssim. En la radio sonaba Luna de miel de Gloria Lasso. Dejaron el coche aparcado a la sombra de las palmeras y enseguida fue rodeado de turistas extranjera­s, de bañistas autóctonos que lo husmeaban por las ventanilla­s. Adondequie­ra que fueras ese coche despertaba curiosidad y cierto grado de admiración de la que uno también participab­a si, de pronto, al volver de darte un baño, te abrías paso entre el corro de curiosos, te metías en el coche, encendías un cigarrillo Camel, dabas una calada y arrancabas. Las miradas te seguían hasta que te perdías.

La familia de clase media española instalada en Madrid o en Barcelona solía inaugurar el 600 con una primera salida al aeropuerto para que los niños vieran despegar y aterrizar aviones. Se sentaban en una terraza de Barajas o del Prat y se pasaban la tarde ante una horchata contemplan­do los cuatrimoto­res de Iberia rodar por la pista. “El próximo domingo iremos a la sierra o a la Costa Brava”, decía el padre de familia ante el júbilo de la parentela. La abuela se comprometí­a a hacer una tortilla de patatas, la madre compraría en El Corte Inglés unas sillas plegables, los niños se llevarían el balón y la hija adolescent­e se encargaría de lavar el coche después de comer, mientras el padre dormía la siesta a la sombra de los pinos. El espacio comenzó a expandirse en el cerebro de los españoles y en el horizonte estaba el mar, la montaña, los pueblos, las ciudades. París, Roma, Lisboa. Ya no había límites, pero la tentación inmediata del Seat 600 se llamaba Benidorm.

Aunque no llegó a conducirlo, Miguel llevaba aquel primer coche de la familia unido a unas sensacione­s indelebles: al examen de bachillera­to, al salto de la rana de El Cordobés, a los pollos al ast y a las canciones de los Platers o de Paul Anka. Al Seat 600 le sucedió el Dauphine y a éste el Gordini, pero Miguel hubiera dado cualquier cosa por tener un Triumph o un Bugatti descapotab­le para andar por ahí haciendo sonar el soniquete del claxon alegre. Y por supuesto, nunca confesaría que aquel Seat 600 que entró en casa un día de mayo de 1958 fue bendecido por un cura amigo de la familia con varias rociadas de hisopo y cada vez que emprendía algún viaje, aunque fuera de un par de kilómetros, su madre le decía al conductor que se santiguara y rezara un padrenuest­ro al ángel de la guarda para que le guiara en el camino.

(Continuará)

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/ EFE Un Seat 600 circulaba por Madrid durante la operación salida de agosto de 1971.

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