Lucy Ellmann “Los hombres deberían callarse y dejarnos resolver los problemas”
Las neuronas solo podían verse al microscopio. Así era hasta que Lucy Ellmann escribió Patos, Newburyport (Automática), novela de ambición y tamaño colosales que usa la literatura para adentrarse en los circuitos cerebrales de su protagonista, un ama de casa estadounidense que parece tener las sinapsis en llamas.
Por su cabeza pasa lo trivial y lo profundo, lo racional y lo inconsciente. A la velocidad del rayo, un pensamiento cede lugar a otro: los pasteles que esa heroína anónima hornea con devoción, la crisis climática, las películas de Meryl Streep, la pila de ropa sucia, las familias que mueren en Siria, su marido, Donald y Melania Trump, el bistró Chartier de París, los impuestos, el argumento de Air Force One, la obsesión de los mileniales por sus móviles, el cáncer que logró superar, sus cuatro hijos.
Su monólogo interior está formado por una única frase diseminada a lo largo de 1.200 páginas (u ocho oraciones distintas, según ciertos recuentos). Si el tamaño no importa, sorprende que se haya hablado más de su extensión que de su contenido. Incluso generó cierta polémica cuando fue finalista al Premio Booker en 2019 (ganaron Margaret Atwood y Bernardine Evaristo). “A mí también me asustan los libros largos. Soy una lectora increíblemente lenta”, relativiza la autora, nacida en Evanston (Illinois) hace 65 años, desde su casa en Edimburgo, donde vive desde hace dos décadas. “Mis novelas anteriores no superaban las
200 páginas, pero esta no habría funcionado. Para hacer justicia al pensamiento humano, tenía que seguir y seguir, hasta que el lector pudiera sumergirse en el texto, nadar en él”. Se pregunta si el hecho de describir la vida interior de una mujer tuvo que ver con el alarmismo que despertó. “Un hombre tiene derecho a ocupar todo el espacio que quiera. Cuando lo hace una mujer, se considera insolente”, sostiene.
Este libro de corte experimental, en el que el discurso entrecortado de su protagonista se alterna con la historia de una leona que ha perdido a sus cachorros, parece una anomalía en el panorama de la ficción anglosajona, cada vez más estandarizada para adecuarse a los patrones de los talleres universitarios de escritura creativa: “Cada vez es más difícil encontrar a un autor que no haya cursado uno. Les ponen un montón de reglas. Escribir es un juego y tienes que ser libre para poder jugar. A este paso, un día las novelas estarán escritas por computadoras”.
Ellmann recurre a un estilo indirecto libre que parece deudor de James Joyce (su padre, Richard Ellmann, fue biógrafo y especialista en el autor), sumado al gusto posmoderno por las listas y la cultura pop, y a un ritmo literario que parece beber del minimalismo en la música de Philip Glass o Steve Reich. Como en sus composiciones, en el libro hay un motivo que se repite hasta la saciedad: el sintagma “el hecho de que”, que precede cada uno de los arranques de su protagonista. “Hay una conexión”, admite la autora, que escuchó mucho a Glass durante la escritura del libro.
Más que firmar un soliloquio elocuente, como tantos testimonios artificiosos del pensamiento humano en la literatura reciente, Ellmann prefiere reflejar la divagación perpetua a la que parece condenada cualquier cabeza, la meditación neurótica que tiene lugar en los tiempos muertos, la ensoñación en horario diurno en la que conviven la lucidez y la bobería. Su protagonista encarna al estadounidense medio, de mediana edad y del Medio Oeste, residente en un swing state como Ohio, que no es ni rojo ni azul en el mapa electoral. “Deseaba escribir sobre un arquetipo de mujer blanca, pero no quería escoger a una protagonista a la que odiara, a una seguidora de Trump. Es un personaje al que no apruebo por completo, pero que tiene buenos impulsos. Es alguien que piensa sobre el mundo, pero que no sabe qué hacer para cambiarlo”, dice.
Al leer el libro, cabe preguntarse si se trata de una doble literaria de Ellmann, aunque ella advierta desde el epígrafe que esta obra es solo “pura suposición”. “No quería que se interpretase de manera autobiográfica”, aclara. ¿No hay que verla como alguien en quien esta autora de 65 años nacida en Illinois pudo convertirse si no se hubiera mudado al Reino Unido de pequeña con su familia? “Sí, es algo que imaginé al concebir el personaje”, reconoce. “El libro surge de un deseo por volver a EE UU que sentí durante muchos años. Ya no es así: se ha convertido en un lugar imposible al que no quiero regresar nunca”. ¿Por qué motivo? “Es un lugar construido sobre la violencia, que encima se jacta de lo decente y respetable que es. Me parece insoportable. Y nunca podría pagar por el seguro médico”.
Su libro contiene una mirada reprobadora a su país de nacimiento, del que dice que ya no se siente (“o solo lingüísticamente”). La tensión entre el individuo y la comunidad, tema clásico del repertorio estadounidense, despunta en la alienación de su protagonista. “Es una sociedad que no tiene estima por el individuo, pese a lo que se suele decir. Es un país inmenso en el que todos los lugares se parecen y todo el mundo se comporta igual”, apunta. Si escogió el interior de un hogar que huele a galletitas recién salidas del horno (y a la peor de las opresiones), fue porque quería explorar la esfera doméstica. “No se escribe lo suficiente sobre el hogar, cuando es donde la mayoría pasamos la mayor parte de nuestro tiempo”.
Algunos de sus libros anteriores defienden una especie de matriarcado global y algo distópico. “No, es una utopía. Los hombres deberían callarse y dejarnos resolver todos los problemas”, se carcajea. ¿Es una perspectiva plausible? “No veo por qué no. Hay un montón de hombres perfectamente agradables. Ya se habrán dado cuenta de lo pésimo que es el género masculino en general. Todo el mundo sabe que nunca deberían haber tenido tanto poder”.
‘Patos, Newburyport’. Lucy Ellmann. Traducción de Enrique Maldonado. Automática. 1.272 páginas. 36 euros.
Documenta 15 no será la más espectacular de las últimas ediciones de esta cita con el arte contemporáneo, pero sí la más feliz. Visto que ni la pintura ni la escultura ni ninguna de las bellas artes son capaces de curar, la exposición en la ciudad alemana de Kassel, la más esperada de las artes plásticas, desacelera el reloj. Tiempo muerto. Cien días para activar una obra de arte —las cursivas son obligatorias, en este contexto—apremiante, obstinada, antiautoritaria y en construcción, en un intento de reflejar una visión de la dignidad social y también del idilio con la naturaleza. Arte desnudo frente al estanque.
Esta obra coral está firmada por decenas de colectivos que suman un total de 1.500 creadores, repartidos entre los llamados lumbung members y lumbung artists, en referencia al método de cosecha y administración del arroz en Indonesia. La mayoría provienen del hemisferio sur y realizan sus trabajos bajo la dirección artística de los nueve miembros que componen Ruangrupa, que son artistas, arquitectos, ingenieros, sociólogos, diseñadores, músicos y escritores. Su misión es volver la mirada a las energías primarias del arte con obras hechas a escala humana, más crudas, sin retorcimientos teóricos, que no vivan en la poesía, sino en la lógica emotiva y la
vio convertido en “instalación artística viviente”, o el artista en su torre de marfil, un restaurante chino, como relató en Kassel no invita a la lógica (Seix Barral).
El basalto y la madera de antaño conviven con las prácticas artísticas de hogaño, porque en esta Documenta todos hacen de Quijote un rato. Literatura real que encontramos en las pequeñas cosas. A veces son invisibles o del tamaño de los insectos, como aprendemos de la propuesta de las colombianas Más Arte Más Acción (MAMA), que colaboran con los holandeses del Atelier Van Lieshout para conectar manglares del Pacífico con árboles del parque Karlsaue, cerca de la Orangerie, que mueren por causa de una plaga nueva de escarabajos. Recuperados los troncos y acostados dentro de un invernadero que incorpora una obra acústica con sonidos del bosque colombiano, los cortan y los distribuyen por el entorno natural a modo de asientos móviles para uso público. Otros se han ordenado alrededor de uno de los robles de Beuys con su piedra de basalto, junto a una mesa dispuesta en círculo que servirá para activar debates en torno al cambio climático.
No todos son procesos. En esta Documenta hay también obras que tienen la elegancia formal del pensamiento realizado. El mexicano Erick Beltrán presenta una instalación en el Museo de la Cultura Sepulcral hecha en colaboración con los estudiantes de Bellas Artes de Kassel. Contiene objetos e infografías de imágenes mistificadas en las diferentes culturas y leyendas sobre colonización y las distintas formas que tenemos de emanciparnos de esos símbolos de poder. “¿Cómo escapamos de la historia?”, se pregunta. Una de las frases impresas en un muro podría resumir esta Documenta: “El sujeto no es el cuerpo aquí, sino el que está expandido afuera, ese cuerpo que produce formas sin fin en un espacio y un tiempo mitológico”.
Hay muchas construcciones prefabricadas que señalan la economía lógica de la confección. Otras obras pasarán inadvertidas, a pesar de que
La misión es regresar a las energías primarias del arte con obras a escala humana, sin retorcimientos teóricos
Habrá críticas solemnes y duras, pero no servirán más que para nuestros propios conflictos