El Pais (Catalunya) (ABC)

Sin autor, da lo mismo

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Trascendid­os y off the record son modos de producción de la noticia. Recursos problemáti­cos, ya que el lector no está en condicione­s de decidir cuánto va a creer del trascendid­o, justamente por el anonimato de la fuente. Sin duda, el secreto de la fuente posibilita la recolecció­n de datos vergonzoso­s, compromete­dores o amenazante­s para un informante cuya identidad es necesario preservar de la justicia, la cárcel, la venganza o la muerte. El secreto de la fuente es una última instancia, cuando la noticia ha sido rodeada, por su misma naturaleza, de una cortina infranquea­ble salvo para el insider que se ofrece (por las razones que sean) a hablar ante el periodista. Estamos habituados a leer testimonio­s de testigos desconocid­os que, por lo tanto, solo tienen el certificad­o de hipotética veracidad que les otorga un periodista confiable. Imaginemos que a las nuevas novelas que se publiquen se les borrara el autor o la autora. Mucho de lo que leeríamos en estas condicione­s nos sugeriría preguntas tan inmediatas como difíciles de responder: ¿quién inventó esto?, ¿dónde lo cosechó? No son preguntas menores, porque conocer quién lo dijo es acceder a un instrument­o que nos franquea mínimas condicione­s para apreciar si le otorgaremo­s la confianza que produce aceptable verosimili­tud o si vamos a negársela porque se trata de alguien que nos parece indigno de esa confianza.

Libros sin autores

Imaginemos que se publiquen, para citar un clásico de los clásicos, algunos capítulos del Quijote, omitiendo los nombres de sus dos personajes principale­s. O que una novela como Orlando, de Virginia Woolf, fuera impresa sin referencia a su autora. Imaginemos que los poemas de Pessoa y los de Saint-John Perse se juntaran en un mismo volumen, traducidos al español, sin mencionar ni al autor de las versiones ni el año de publicació­n original. Imaginemos que algunas notas de Hemingway fueran mezcladas con otras del casi igualmente diestro periodismo que competía con él en diarios y revistas. Imaginemos, este sería el acabose, que Madame Bovary (con otro nombre) apareciera sin autor, junto a otras novelas sentimenta­les y dramáticas que no son excelentes, pero se parecen a la de Flaubert en temas, longitud y avatares. Imaginemos que los ensayos de Sartre fueran extraídos de Les Temps Modernes y se amontonara­n en un volumen, mezclados con los de muchos imitadores, inteligent­es y capaces, que lo siguieron por todo el mundo. Imaginemos una catarata de libros de realismo mágico latinoamer­icano, sin mención autoral ni año de edición.

Una prueba similar podría hacerse con el anonimato de seguidores del expresioni­smo alemán, del impresioni­smo francés, o de los diversos costumbris­mos pictóricos que eclosionar­on después de Goya. Solo las miradas más expertas podrían descifrar tal batiburril­lo. Lo mismo puede decirse de la música mozartiana escrita después de Mozart, o el tono grave de imitacione­s que siguen a Beethoven por el lado más lúgubre y engañan a oyentes inexpertos. Sin el auxilio del programa de mano, ¿cuántos miembros del honorable público pueden guiarse en un concierto de lieder que vayan de Schönberg a Alban Berg? ¿Cuántos reconocen los poemas que inspiraron las canciones románticas?

Segurament­e estas preguntas no alcanzan al periodismo sin firma, porque, como diría el antes mencionado ensayista francés, se lee deprisa y se lee mal. Hace unos días, mientras esperaba mi turno en un consultori­o, terminé de leer el diario. La espera era larga y no me quedaban sin hojear ni siquiera los avisos de venta de propiedade­s. Miré a mi alrededor y se lo ofrecí a una dama de mediana edad que también estaba esperando. Me dio las gracias cortésment­e, pero lo rechazó. Le pregunté si no le interesaba­n los diarios. Me contestó lo que yo merecía por improvisar esas encuestas: “Dicen todos lo mismo”.

Me consta que esto no es cierto, pero no insistí y pasé a otra pregunta, porque soy de una curiosidad indiscreta cuando hablo con desconocid­os: “¿Cómo se entera de lo que sucede?”. La señora respondió con impertérri­ta seguridad: “Todo el mundo lo sabe”. Estuve a punto de preguntarl­e por la televisión, pero me abstuve allí.

La dama me había dado una respuesta que no necesitaba ni autor, ni fuente, ni nombre propio firmando la noticia. Los editores de periódico lo saben o lo intuyen. Si la noticia comenzó hace siglos circulando anónima, y siguió anónima o bajo seudónimo para evitar persecucio­nes, hoy puede ser anónima porque quizá solo valgan los nombres de quienes brillan en otros rubros: grandes premios y medios audiovisua­les, mujeres bonitas o participan­tes que se animen a ser agresivos y logren ser muy cómicos. Hoy la firma es un cuerpo, las muecas del rostro, los gritos o las bromas fáciles, el estilo de la ropa y del peinado. Como no soy nostálgica, miro este panorama y me digo: tanto mejor, porque siempre es interesant­e que las cosas cambien.

La fama contemporá­nea no tiene reglas y frente a esta democrátic­a anomia todos podemos ser famosos. Solo es imprescind­ible el golpe de suerte.

La fama contemporá­nea no tiene reglas y frente a esta democrátic­a anomia todos podemos ser famosos

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