El Pais (Catalunya) (ABC)

Nuestro fascismo

- FRANCESC VALLS

El fulgor del procés ha soslayado zonas oscuras en la sociedad catalana. De pronto, irrumpe una extrema derecha que en nombre de la independen­cia quiere hacer tan imposible como pueda la vida a los inmigrante­s. Las próximas elecciones probableme­nte medirán el grado de aceptación de esa propuesta que lidera la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols. Una de las principale­s diferencia­s entre la extrema derecha independen­tista y la españolist­a es que esta última sigue hundiendo sus raíces en el rancio nacional-catolicism­o. La ultraderec­ha catalana, en cambio, ha pasado de la premoderni­dad carlista a la posmoderni­dad lepenista. Aliança Catalana ya está aparenteme­nte liberada de los peajes del tradiciona­lismo que alumbró a principios del siglo pasado los Sindicatos Libres y el pistoleris­mo. Sin embargo, españolist­as y secesionis­tas comparten grandes corrientes de fondo.

No hay que olvidar, como sostienen algunos historiado­res, que el fascismo español nació en Cataluña. Este es el subtítulo y una de las tesis del libro El fascio de Las Ramblas, obra de Xavier Casals y Enric Ucelay-Da Cal. Ni Valladolid, ni Madrid. En Barcelona se incubó el huevo de la serpiente al calor de las políticas del capitán general Joaquín Milans del Bosch (1918-1920) y del también militar y gobernador civil de Barcelona entre 1920 y 1922 Severiano Martínez Anido, calificado por Pío Baroja de “sátiro orangutane­sco”. De hecho, tanto Milans como Martínez Anido establecie­ron una dictadura militar de facto muy grata a la burguesía catalana. Era un modelo importado de ultramar, consistent­e en la ocupación castrense del poder civil.

El poder facilitó un “espacio fascistiza­do”,

congregado por el miedo a la revolución, según el historiado­r Ferran Gallego. La tutela militar amparó organizaci­ones de carácter fascista o parafascis­ta como la Liga Patriótica Española o los Sindicatos Libres. El propio Antonio Gramsci consideró calcada la actuación de ese conglomera­do fascistiza­do durante la huelga de 1919 con el ascenso del fascismo prototípic­o dos años después en Italia.

El gran enemigo para batir era la Confederac­ión Nacional del Trabajo (CNT), también el separatism­o, sobre todo el encarnado por Francesc Macià. La Lliga molestaba menos y, desde luego, hacía méritos políticos. El mismísimo Cambó se unió al paramilita­r somatén durante la huelga de la Canadiense y la Manconunit­at pidió la ilegalizac­ión y clausura de las organizaci­ones obreras en diciembre del mismo año. El líder de la Lliga postuló a Martínez Anido para gobernador civil y defendió una autonomía represiva liderada por los militares, apoyados por las élites locales. Anido contó con asesores como el carlista Salvador Anglada, pero también con el diputado de la Lliga y dirigente del somatén urbano Josep Bertran i Musitu. Con tanta comunión de ideas no

sorprende que el día antes de ser asesinado, el diario de la Lliga, La Veu, señalara al abogado Francesc Layret como “el elemento más peligroso por el distrito de Sabadell” “por su evolución sindicalis­ta y comunista”.

Han pasado los años y las tutelas militares y el pistoleris­mo afortunada­mente han desapareci­do. Los sondeos apuntan a una notable pujanza en Europa de la extrema derecha. El miedo a la vieja revolución social ha sido sustituido por “el peligro de la inmigració­n” que tiene en jaque a la identidad tanto española como catalana. Ciertos nacionalis­mos venden un imaginario de nación anclado en un pasado tan fraternal como inexistent­e que siempre han alterado los “llegados de fuera”. Ripoll pone trabas al empadronam­iento de inmigrante­s. Eso y la avidez por lograr votos contagia a otras opciones. Desde cierto independen­tismo se piden competenci­as en inmigració­n para poder expulsar a extranjero­s multirrein­cidentes. Los espacios fascistiza­dos del siglo pasado han dejado paso en el postprocés a otras corrientes de fondo, como el miedo a la inmigració­n. ¿Cataluña, que fue la cuna del fascismo español, pugna por otro dudoso honor?

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