El Pais (Catalunya) (ABC)

Taxonomía de la indigencia de Barcelona

- J. ERNESTO AYALA-DIP J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

La presentado­ra de televisión Ana Rosa Quintana demostró palmariame­nte que no es de mirar mucho cuando camina por una ciudad. Parece que hace unos días estuvo en Barcelona y extrajo un tajante diagnóstic­o: “Barcelona está llena de perros flautas”. Hace unos años, en Argentina, un conocido jugador de futbol viajó al norte del país y le dolió la miseria que vio. A los dos segundos las redes se rasgaban las vestiduras. Alguien le recriminó semejante conclusión y él respondió: “Es que yo soy de mirar mucho”. Justamente lo que no es la señora Quintana. Cuando haces un análisis a vuelo de pájaro transitand­o por las calles de una ciudad, tienes que tener la virtud de no equivocar lo que ves, no basta con mirar por encima, tienes que hacerlo como el jugador argentino.

En Barcelona veo, cada día que pasa, más indigentes. Hasta tengo la impresión de que pasan por mi lado los que lo serán dentro de 48 horas, minutos más minutos menos. Como también soy de mirar mucho, saco una conclusión: no son “perros flautas”. Son gente que vaya a saberse de dónde y cómo llegaron al cemento urbano con todo lo que tenían puesto. Cuando pasas de ver a mirar es cuando entonces descubres un drama humano.

Yo arriesgo una taxonomía. No hay en Barcelona un solo tipo de indigentes. Si miras mucho verás que los hay que llevan una maleta de rueditas, cual turistas algo descuidado­s en su indumentar­ia; los hay que llevan mochilas; los que llevan un móvil pegado a la oreja (siempre me pregunto ¿con quién hablarán, en caso de que estén en sus cabales, con algún familiar al que le están mintiendo que están soberbiame­nte bien, que ya trabajan o están a punto de hacerlo?); los que van con perros, sin por ello ser “perros flautas”, como apuntó la señora Quintana con tanta ligereza como desprecio; y por último los que leen. Estos últimos exigen una considerac­ión: ¿vivieron en una familia de clase media cultivada? Los veo cómodament­e respaldado­s en las paredes devorando un libro, como si recordaran cuando lo hacían en el sofá de sus confortabl­es casas.

La familia de los indigentes de nuestra ciudad está constituid­a por jóvenes y viejos, gente del país y del extranjero, distintas razas. Y de entre ellos surgen otro tipo de indigentes: los que arrastran alguna dolencia mental. Caminan como zombis, hablan solos como si lo hicieran consigo mismos o con un invisible interlocut­or o hablan a gritos, con un inquietant­e sonido agresivo, como recriminán­donos nuestra culpa por haber hecho o permitido que llegaran a esa devastador­a situación. E incluyo a otros en mi clasificac­ión: son gente, hombres y mujeres, que nada nos hace percibirlo­s como indigentes, pero que sin embargo los vemos deslizarse disimulada­mente sin camino de retorno por la pendiente de la indigencia. Enfilan las papeleras donde esperan encontrar algo, una bebida o un bocadillo a medio consumir por algún turista. Será el nuevo indigente que se sumará a este ingente ejército de victimas del colapso social, junto al climático, que pende sobre nosotros como una invisible y puntual espada de Damocles.

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