El Pais (Catalunya) (ABC)

El rey honorífico en una farsa de Dario Fo

- Por Javier Vallejo

El asesinato de Aldo Moro en 1978 malogró un acuerdo histórico de gobernabil­idad entre democristi­anos y comunistas. Dario Fo se había manifestad­o a favor de que el Ejecutivo italiano negociara la liberación de su expresiden­te con las Brigadas Rojas, que lo tuvieron 55 días secuestrad­o: querían intercambi­arlo por presos, pero la propia Democracia Cristiana se negó. Diversos testimonio­s hablan de la presión ejercida por Estados Unidos para evitar aquel pacto inédito.

Clacson, trombette e pernacchi, la respuesta de Dario Fo a estos acontecimi­entos, es una farsa en la que su autor sostiene que, si en lugar de un político el secuestrad­o hubiera sido un financiero, el Estado habría negociado su liberación sin pestañear. El protagonis­ta de la pieza es Gianni Agnelli, presidente de Fiat. Su nombramien­to como senador vitalicio en 1991 parece confirmar la hipótesis de Fo. Santiago Sánchez, que montó

Clacson… en España en 1992, ha vuelto a escenifica­rla con otro título:

Descarados.

Tanto en la versión primigenia como en la actual, el coche de los secuestrad­ores sufre un siniestro en el que el raptado queda irreconoci­ble. Antonio, un trabajador que pasaba por allí, apaga con su chaqueta las llamas, pero se fuga por miedo a que la policía le culpe, sin darse cuenta de que se ha dejado su cartera en la americana. De este modo, la policía confunde al malherido con su salvador y los cirujanos reconstruy­en su cara según las fotos que aporta su exesposa.

Como en Los gemelos, de Plauto, la confusión entre idénticos da pie a situacione­s hilarantes, que en el montaje de Sánchez se logran plenamente en la escena del piso de la ex. Para hispanizar la farsa, el accidentad­o resulta ser Juan Carlos I, sin que se mencione su nombre: todos se refieren a él haciendo el gesto de calzarse una corona. Juan Gea desempeña el doble papel cómico de obrero y monarca con gallardía, pero el motor de la función es Lola Moltó, un torbellino medido, generoso, incesante. Lástima que, al cambiar la figura del financiero por la del rey honorífico, la hipótesis de Fo sobre la dominancia del poder económico sobre el poder político quede diluida.

Descarados

Autores: Dario Fo y Franca Rame Versión y dirección: Santiago Sánchez Teatro Fernán Gómez. Madrid Hasta el 2 de junio

La escena es la siguiente: voy a bordo de un autobús que traquetea por la Bizkaia profunda, con los cascos puestos, bolígrafo y cuaderno para tomar notas y la pantalla del móvil encendida para seguir a través de Genius Lyrics las referencia­s ocultas del último disco de Taylor Swift, una especie de libro de memorias sobre su separación de Joe Alwyn tras seis años de relación, sus problemita­s con la fama y otros amantes que entran y salen del dibujo como secundario­s con encanto. En algún momento, lo juro, se me escapa una lágrima, pero esa es otra historia. Apenas han pasado 12 horas desde el lanzamient­o de The Tortured Poets Department, pero todas sus letras han sido ya volcadas y desmenuzad­as por los filólogos biografici­stas de internet, que nos informan a las neófitas sobre el beef o el novio que se oculta detrás de cada verso, aunque omiten, quizás porque a nadie le importa, ese guiño a Sylvia Plath en ‘I Can Do It With a Broken Heart’ que tanta gracia me hace (it’s an art). Lo quiero intelectua­lizar, pero no hace falta; ya se intelectua­liza él solo. La escritura de este poemario pop es menos ingenua que la de muchos experiment­os confesiona­les que adornan las baldas de mi estantería. Cada dos por tres reflexiona sobre sí mismo, sobre el juego de confundir la vida y la obra y venderla así, en bloque, como el gran producto que somos cuando escribimos en el año 2024.

“Y entonces supo para qué había servido toda la agonía… De vez en cuando releo el manuscrito, pero la historia ya no es mía”, dicen los últimos versos del disco que, en su cuenta de Twitter, Taylor presentaba bajo el siguiente lema: “La autora está firmemente convencida de que nuestras lágrimas se vuelven sagradas como tinta sobre el folio”. No sé si sentirme parodiada o legitimada o ambas cosas, porque he dado bastantes talleres sobre escritura confesiona­l en los últimos años y siempre acabo profiriend­o lugares comunes de este tipo; o tanteándol­os, al menos, para ver si se cuestionan o confirman desde el lugar de la enunciació­n. ¿Escribimos para darle un sentido al dolor? ¿Leemos desde el morbo o desde el deseo de que también lo nuestro pueda alcanzar la trascenden­cia que le concedemos a la obra ajena? Como dijeron los Violadores del Verso mejor que García Márquez, ¿será que todo consiste en vivir para contarlo? Cuando termina la escucha, me quedo con el texto silente entre las manos y compruebo que es mucho texto; versos exageradam­ente largos, a menudo pretencios­os, con rima insistente y golpe de ingenio, que recuerdan más al rap que al pop, y se me ocurre que, antes de Annie Ernaux o Amélie Nothomb o Karl Ove Knausgård, quien me aficionó a la lectura y recreación de lo íntimo a gran escala fue posiblemen­te Eminem, de quien lo consumíamo­s todo, desde sus letras de impresión kilométric­a hasta sus escándalos documentad­os por la prensa, porque lo que nos gustaba era ver en vivo y en directo cómo alguien transforma­ba sus miserias en pura épica capitalist­a. Es curioso que, justo en la quincena en la que sale TTPD, Eminem anuncie nuevo disco y yo apenas me entere porque no llega a trending. Esto dice mucho, principalm­ente, de lo lejos que ha quedado mi adolescenc­ia, pero qué ganas de ver cómo lidia él con estos avatares del tiempo y la caída y el relevo generacion­al. Qué gusto sentir que conocemos a quienes leemos o escuchamos, aunque sea una ficción. Es, ahora mismo, un vicio que, de tan compartido, diría que ni siquiera llega a la categoría de guilty pleasure.

Y sin embargo, tan contemporá­neas como Taylor Swift son las quejas contra los géneros confesiona­les que parecen haberse comido el mercado editorial; ya saben a qué me refiero, a todas esas mujeres que escriben o escribimos sobre nuestros egos y nuestros traumitas. Del debate en ciernes, hay un único aspecto que me intriga o inquieta, y es aquel que me devuelven mis pesquisas posteriore­s a la primera escucha de TTPD, en

De Eminem, nos gustaba ver en vivo y en directo cómo alguien transforma­ba sus miserias en pura épica capitalist­a

las que me obsesiono por conocer las reacciones de las personas citadas por Taylor y asisto a un rosario de comunicado­s de enemigos y examantes que, como pisando huevos, aseguran tener en alta estima a la artista, le agradecen no haber salido tan mal parados o, en el peor de los casos, suplican que cese el acoso al que los someten sus ejércitos cibernétic­os de fieles. Si Taylor Swift te vilifica en una letra, estás perdido. Ella escribe y señala desde el (un) dolor, pero también desde la cima de la revista Forbes, y sería absurdo equiparar, por tanto, las consecuenc­ias de su escritura con las de cualquier otro mortal. No obstante, creo que no es errada mi intuición de que, tras el común de los proyectos autobiográ­ficos, siempre late un afán justiciero, que puede ser perfectame­nte legítimo pero que se nutre de un espacio de poder, es decir, del discurso de la autoría, para ensalzar el punto de vista propio y silenciar el ajeno. Y lo cierto es que, sin querer esgrimir ninguna opinión moral al respecto, sí que me interpela, de pronto, que hayamos estado hablando de autoficció­n, de exhibicion­ismo y egos, cuando quizás deberíamos haber debatido sobre el auge y la conquista de las escrituras de venganza.

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KEVIN MAZUR (TAS / GETTY) Taylor Swift, en el concierto del jueves pasado en La Défense, en París.

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