CIENTO VOLANDO
Porque todo esto me recuerda un chiste que contaba mi padre –sí, mi padre, con su acento español– hace 6.200 años y tres meses. El chiste era malo pero por suerte viejo: empezaba con una multitud que se reunía, esperanzada, escéptica, en aquel coliseo para ver si García cumplía con su bravata de acostarse con 100 mujeres una detrás de otra. El desafío empezaba: en la cama instalada en el centro, donde debía estar el cuadrilátero, García superaba obstáculos a un ritmo de poseso. A las 30, el público enfervorizado ya coreaba su nombre. A las 45, le dedicaban cantos: borombón, borombón, para García la selección. A las 60, ti- raban papelitos. A las 75, habían improvisado banderas, estandartes. El aliento era ininterrupto y muchachos de pelo en pecho gritaban García haceme un hijo. Cuando llegó a la 91, los gritos de García presidente asomaron, tímidos, en las plateas más bajas. Cuando terminó con la 98, todo el estadio era un clamor y la suerte del país parecía decidida de una vez por todas.
García, a todo esto, estaba al borde del desmayo y su virilidad cada vez más ahíta, tumefacta, quebradiza. Ante la 99, dejó de responderle; García hizo un gesto que todos entendieron: no iba más. Hubo un momento de silencio y, de golpe, miles se unieron en un grito despiadado: –¡García maricón! ¡García maricón! El resultado, en mes y medio: si no gana el mundial de Brasil, Messi será García. Habrá ganado casi todo y será un perdedor. La piedad juega muy mal al fútbol.