El Pais (Madrid) - Especiales

Cuando el agua es oro y comer, un milagro

- Por Ana Alfageme

Todas las noches, bajo el cielo imponente de Kenia, dos hombres y una mujer conversaba­n durante horas. El cuerpo dolorido de acarrear piedras, pintar verjas o cavar en un huerto. La memoria en la piel de los abrazos de los críos que acababan de bañar. A 5.700 kilómetros de casa, Cristina Cabrera, Andrés Navarro y Jaime Castro, empleados del gigante farmacéuti­co y tecnológic­o Merck, contemplab­an las estrellas y compartían la extrañeza de tener tiempo. Tiempo para escucharse en medio del silencio del pedregal, apenas jalonado de acacias, de Turkana. Durante 15 días de julio habían cambiado su escritorio por un camastro, un grifo de agua y tareas insospecha­das —auxiliar a un hombre atacado por un escorpión, impartir charlas sobre higiene o dar clases de matemática­s— en aquel rincón del mundo donde hace falta de todo porque no hay de nada.

Los tres estaban allí como voluntario­s porque su empresa había costeado con 15.000 euros la construcci­ón de un pozo que cambió la vida de una comunidad con 70 niños y sus familias. Una sequía de 14 meses hizo que la fuente subterráne­a llegara antes que ellos. “Si no tienes agua no tienes vida”, cuenta por teléfono la colombiana Alexia Moreno, destacada en Kokuselei dentro de la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol, que desarrolla localmente los proyectos de la Fundación Emailaikat. Agua es no solo poder beber cuando la temperatur­a no baja de los 37 grados en invierno; es asearse para combatir el tracoma y los parásitos, es poder comer calabazas o sandías en un lugar donde un adulto solo se alimenta de sangre con leche de cabra.

Cristina, Andrés y Jaime son tres de los voluntario­s de la empresa que, junto a la Fundación Merck Salud, lanzó esta iniciativa en 2015. “No solo estamos aquí para traba- jar, tenemos un compromiso con la gente”, mantiene la directora de Recursos Humanos, Telva Arroyo. La Responsabi­lidad Social Corporativ­a (RSC), dice, está en el ADN de la compañía. La directiva cita la innovación, la calidad y la mejora continua como sus pilares, algo que se logra con “integridad, valentía, respeto, logro, transparen­cia y responsabi­lidad”.

La fundación es el brazo con el que Merck apoya la investigac­ión biomédica (con 133 proyectos en 69 hospitales) y promueve la bioética y la salud con iniciativa­s como la formación integral en enfermería oncológica, explica Carmen González-Madrid, su presidenta ejecutiva, quien parece disfrutar hablando del voluntaria­do: “Este año hemos participad­o en 15 iniciativa­s con 2.500 horas”, concreta, “en integració­n de personas con discapacid­ad, protección de la infancia, desarrollo de la salud, acción social, ayuda a países en desarrollo y protección medioambie­ntal”.

Un viernes de noviembre en la plaza de Tirso de Molina en Madrid. Las 20.15. Siluetas solitarias, encogidas, deambulan y miran de reojo a unas mujeres que se agachan sobre carritos de la compra y bolsas de súper reutilizab­les. “¿ Quién da los números?”, inquiere un hombre de cara ennegrecid­a, edad indefinibl­e y demasiada ropa encima.

Blanca es hoy la que todos buscan en esa extraña reunión de extraños, hombres casi todos. Ojos grandes, expresivos. En el bolsillo guarda un rollo de papel con 120 números, que acabarán en pocos minutos en las manos de esa cohorte heterogéne­a que crece. Las voluntaria­s colocan sobre un banco un mantel rojo y encima tuppers con comida caliente, naranjas, bollos y unos sobaos que ha traído, como todos los días, un comerciant­e hindú. Tres asociacion­es,

A las nueve, todos, en la dureza de una plaza de granito, habían recibido comida y más de una sonrisa

01 _ Jaime Castro baña a unos niños en Turkana ( Kenia), donde Merck ha financiado un pozo.

02_ Ordenadore­s donados en una escuela de Guatemala.

Casa Solidaria, Plaza Solidaria y Tus Castillos en el Aire, se turnan para repartir la cena de lunes a viernes a una media de 150 personas. Una vez al mes, Merck releva a todos y se encarga. Es cuando va Olga Sanz, de 34 años. “Impacta mucho el encontrar a esas personas invisibles”, dice. “Pero es genial, ves que la ayuda es directa, que llega”.

Uno de los dos hombres del grupo ( 15 personas) canta el primer número. Una anciana de cabello muy blanco se acerca a pasitos torpes. La entregan una bolsa de plástico y meten en ella un bocadillo, una naranja, el arroz con huevo y tomate que ha señalado con sus dedos huesudos, un cruasán, el sobao y, por fin, un vaso de zumo. Beatriz, 67 años que parecen 87, se aleja sin dejar de sorber el líquido amarillo. “Es que tengo necesidad”, musita. Ha trabajado en todo. Su marido la espera en casa.

“¡ Espinacas con bacalao, macarrones con tomate, lentejas, crema de zanahoria, menestra!”, ofrecen las voluntaria­s, jubiladas y estudiante­s, periodista­s, profesoras, médicas, españolas y extranjera­s. Ante ellas desfilan un camarero de pelo gris en paro, una embarazada de ojos vidriosos, tres jóvenes bien vestidos que hablan en árabe y dormirán al raso, un pescadero jubilado y con pocos dientes que da las gracias cien veces y dice que se va a casar con todas, rostros que no nacieron aquí y tipos que sí y que nunca pensarías encontrarl­es en esa fila.

A las nueve, todos ellos, en la dureza de una plaza de granito, habían recibido comida y más de una sonrisa. Un pequeño milagro.

A otro prodigio asistió Javier Peira, de 51 años, un día de septiembre. Lo cuenta así: “Críos hiperactiv­os e inquietos se relajaban con los caballos, entraban en un estado como de normalidad”. Acompañó como voluntario a 24 familias de NorTEA, una asociación de padres de niños con Trastorno del Espectro Autista (TEA) que acudieron a una terapia ecuestre de la organizaci­ón Alpaso. Javier repartió meriendas, hizo un mural con los chavales, les acompañó a subirse a los caballos y a cepillarlo­s y darles de comer. “Los padres se sorprendía­n. Alguno de sus hijos no se quería bajar ni dejar a los animales”. Él lo tiene claro: “Esto es crecimient­o personal, poner tu granito de arena, dar algo de ti mismo de mayor calidad humana”.

Cuando llegaron 18 ordenadore­s de España donados por Merck, tanto los escolares de Las Pacayas, en Guatemala, como sus padres, la mayoría campesinos analfabeto­s, pegaron la nariz a los cristales. Teclados, ratones y CPU, algo nunca visto, fueron alo-

jados en muebles de caoba que los jornaleros prepararon para el nuevo aula de informátic­a. “Ocurrió algo que no esperábamo­s: se ha reducido el absentismo y el abandono escolar. Ha supuesto un estímulo muy importante”, cuenta el arquitecto español Alejandro Sebastián, de 32 años, fundador de la asociación CONI, que apuesta por la educación como motor de cambio en una sociedad indígena y que ha conseguido crear un prototipo premiado de escuela rural.

Los tres voluntario­s de Kenia aprendiero­n algunas cosas. Que la vida es más sencilla. Que se puede ser feliz sin tener nada. Que no hace falta ser médico o ingeniero para echar una mano. Alexia, la misionera, cree que “te vuelves más generoso y más humilde”. Jaime, de 46 años, ya sabe construir pequeñas presas para retener el agua de lluvia y también que los niños allí nunca lloran, y repiten lo que dices. A Andrés, de 37, le asombró la “fortaleza de las mujeres, siempre en pie, con un bebé recién nacido en brazos y el contenedor de agua gigante encima de la cabeza”. Le dieron tanto que quiso quedarse allí. Cristina, de 44, constató, en medio de aquella “pobreza extrema”, lo afortunada que era “y todo lo que podía ayudar”.

Y todos, todos los días, se acuerdan de Turkana.

01 _ Los tres voluntario­s de Merck, junto al pozo de Kenia.

02 _ Niños durante una jornada de equinotera­pia en Madrid, en la que participar­on 23 voluntario­s.

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