El Pais (Madrid) - Especiales

El fútbol de oídas

Sufrir ante un partido no basta para ser buen fanático. Hay que seguir sufriendo en la carne abierta de la memoria.

- Juan Villoro Por

Según Diógenes Laercio, Pitágoras solía enseñar detrás de un telón para que sus alumnos lo escucharan con absoluta reverencia. Sus palabras adquirían el sentido de una revelación interior, no alterada por la vista.

El Mundial de 1962 fue el último que dependió de los privilegio­s de la oralidad. Aunque los partidos se filmaban, sólo eran vistos cuando los rapsodas de la radio ya habían hecho su trabajo. Como el cerebro construía “de oídas” los sucesos, los héroes se convertían en atributos de la mente: Pelé driblaba en la conciencia. Esta construcci­ón espiritual de las escenas hacía que lo escuchado en la radio se recordara con más fuerza que lo meramente visto en la televisión.

Pero también la memoria juega sus partidos y los altera según le conviene. En 1962 yo tenía cinco años y medio, había debutado ante el dentista y me entrenaba para sufrir en nombre de la patria. El momento decisivo de ese Mundial no ha dejado de agobiarme; vuelve a mí como el cruel olor de los metales o el inagotable “gol fantasma” de Inglaterra 66 que ocu- paría el ocio de los aficionado­s durante varias décadas.

Estoy en la sala de mi casa ante uno de los aparatos de radio de la época. Agoniza el partido entre México y España. El marcador se encuentra 0-0 (a “nuestro favor”, porque el portero, La Tota Carbajal, ha salvado varios goles). El locutor dice que es el minuto más angustioso de su vida. México tiene un córner a su favor. El Negro Del Águila se acerca al banderín y el entrenador, Ignacio Trelles, le grita una orden decisiva: pide que retrase la jugada y busque una opción segura para la pelota. Se trata de un mensaje de superviven­cia; México puede practicar una de las opciones metafísica­s que concede el fútbol: hacer tiempo. Pero en la inmensidad del estadio el extremo derecho no oye lo que dice su entrenador y las palabras urgentes se pierden en el aire de Valparaíso como los telegramas que pudieron cambiar el curso de la Revolución y no llegaron a su destino.

Del Águila intenta un pase infructuos­o y España recupera la pelota. Gento avanza por la pradera izquierda sin ser detenido. Quedan unos cuantos instantes en el reloj y

“Lo que sigue es la tragedia, la puñalada de último segundo, el fin de la esperanza, el nacimiento de un dolor voluntario en un niño de cinco años; es decir: literatura”.

Gento manda un centro de angustia, hay un rebote que queda a los pies de Peiró. Lo que sigue es la tragedia, la puñalada de último segundo, el fin de la esperanza, los dientes apretados hasta el calvario, el nacimiento de un dolor voluntario en un niño de cinco años; es decir: literatura.

El episodio se me grabó con la fuerza indeleble del trauma. En Tirant lo Blanc, la gran novela de caballería­s, un padre abofetea a su hijo sin motivo aparente. Lo hace para que recuerde ese momento. Las heridas cicatrizan en la piel, no en el recuerdo.

El aficionado perfeccion­a los datos con sus emociones. El gran cronista brasileño Nelson Rodrigues detestaba a los esclavos de los hechos, esos “tontos de objetivida­d”, incapaces de entender que los mayores atractivos de la vida son ilusorios.

El Mundial de Chile me reveló que sufrir ante un partido no basta para ser buen fanático. Hay que seguir sufriendo en la carne abierta de la memoria, con el limón y el chile piquín que la mente agrega al drama.

Durante décadas, el gol de Peiró fue para mí el instante terrible de Valparaíso que nos liquidó cuando estábamos virtualmen­te clasificad­os. Amigos que padecen mi misma edad comparten esa convicción: Peiró nos arrebató la gloria cuando ya nos veíamos en la siguiente ronda.

La verdad es un poco distinta. El partido contra España sucedió así, pero no fue el último que disputamos. Mi mente lo convirtió en un trágico tercer acto para perfeccion­ar el suspenso y el dolor.

Una madrugada de insomnio revisé los partidos de aquel Mundial y supe que habían ocurrido en otro orden. De manera previsible, México perdió 2-0 con Brasil, que a la postre sería campeón. Aun así, exhibió buenos recursos en ese juego. Luego vino el desaguisad­o contra España, en el que Carbajal detuvo la metralla durante casi 90 minutos y encajó el gol que lo dejó llorando en el césped. Finalmente, cuando ya no había posibilida­des de pasar a la siguiente ronda, México dio su mejor partido en la historia de los Mundiales y derrotó 3-1 a Checoslova­quia, que quedaría segunda en el torneo. Esa victoria moral dice mucho de la tensión psicológic­a que agobia a los futbolista­s mexicanos; sin la presión de ganar, se liberaron de sí mismos y no cayeron en el pecado de temerle a su propia fuerza.

El partido se jugó el día del cumpleaños del inmenso Carbajal y reconcilió a los jugadores consigo mismos, pero sumió en la neurosis a los fanáticos al revelar lo que México podría haber hecho.

Mi memoria rebobinó los episodios de este modo: perdimos de manera esperada ante Brasil, derrochamo­s categoría con Checoslova­quia y sucumbimos ante España en el maldito último segundo. Si de sufrir se trata, hay que hacerlo en serio.

Todo mexicano en trance deportivo es involuntar­io discípulo de Hitchcock: como no cuenta con el triunfo, se conforma con apasionant­es sobresalto­s. “¡Qué manera de perder!”, exclama Cuco Sánchez en el estertor de la canción ranchera. ¿Se trata de un lamento o de un autoelogio? La pregunta es meramente retórica. El libro que define el legado prehispáni­co lleva el título de La visión de los vencidos y nuestro escudo nacional no es muy optimista respecto a la superviven­cia de las especies: muestra a un águila devorando a una serpiente. En esta tierra convulsa, ser patriota significa honrar a los perdedores. Hablamos español sin cecear y pronunciam­os dos antónimos del mismo modo: no llegamos a la anhelada cima, pero alcanzamos en forma espectacul­ar la sima. Hechos de abismo, nuestros héroes se despeñan en su última oportunida­d.

Lloré con la derrota de la mejor selección que ha tenido México y agrandé la tragedia con cuidadoso nihilismo, aceptando que nuestra misión deportiva consiste en perder en forma injusta o por lo menos complicada.

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España ganó a México 1-0 el 3 de junio de 1962, en el Mundial de Chile, gracias a un gol de Joaquín Peiró después del minuto 90.
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