El Pais (Madrid) - Especiales

Principio y fin

A mis 10 años, la inauguraci­ón me pareció un dechado estético, pero equivalía a un desfile de Corea del Norte.

- Leila Guerriero Por

Vengo de un linaje sin fútbol. Durante generacion­es mi familia no tuvo un solo miembro simpatizan­te de un equipo, jamás se escuchó en mi casa un partido en la radio y no recuerdo ninguna conversaci­ón familiar acerca de un asunto futbolísti­co. El hombre con quien vivo dice que es de River, pero el día de 2011 en que ese cuadro se fue a la B él no estaba mirando el partido, sino una muestra de fotos en el barrio de Palermo. El fútbol es un asunto de tan poca relevancia en mi familia como lo es, en otras, la bromatolog­ía (que en casa siempre interesó mucho). En 1978 yo tenía diez años, y no recuerdo cómo supe que se haría en mi país, la Argentina, una cosa llamada Mundial, pero sí que pensé que acababa de inventarse: que era el primer Mundial de la historia. Vivía en Junín, una ciudad pequeña, y en mi casa no teníamos televisor porque creíamos que iba a aniquilar nuestra delirante capacidad para entretener­nos con cualquier cosa. Mis abuelos, que vivían en la casa contigua, tenían uno en blanco y negro en el que mi abuela miraba el noticiero saludando al presentado­r de modo cortés: “Buenas noches, hijo”. En mi universo sin fútbol y sin televisión se mezclaban los libros, los juegos, los amigos, el cine, el campo, todo en medio de una dictadura militar que había empezado en 1976, de la que yo no sabía tanto, pero de la que percibía mucho –el miedo como una costra en todas partes– a través del cuchicheo de los adultos, de los amigos de mis padres que ya no nos visitaban, de los que sí nos visitaban pero acerca de cuyas visitas no se podía decir nada, de los libros que mi padre escondía como si se tratara de armas nucleares. La infancia era la infancia, pero había un acento de colmillos, carteles que advertían “Zona militar: no se detenga o el centinela abrirá fuego”. Si hoy se escribe Mundial 78 en Google, se leen cosas como “Mundial Argentina 78: una pantalla para maquillar el terror de la dictadura”. Pero a mis diez años, la ceremonia de inauguraci­ón me pareció un dechado de potencia estética (cuando en verdad era el equivalent­e a un desfile militar de Corea del Norte); el tema oficial compuesto por Ennio Morricone y la canción triunfalis­ta que decía “25 millones de argentinos jugaremos el Mundial” me llenaban de emoción; y con mis amigas recortábam­os las fotos de los jugadores y decíamos: “Fulano es mi novio”. El mío era Tarantini, pero mi héroe era Mario Kempes, a quien creía capaz de cualquier hazaña. No son muchos más los nombres que recuerdo de aquel equipo: Fillol, Houseman, Luque, Ardiles, Alonso, Bertoni, el entrenador César Luis Menotti. Antes de cada partido, nos sentábamos en la sala de mis abuelos –mi hermano, mis abuelos, casi nunca mis padres– y nos disponíamo­s a mirar el juego con miedo, ilusión y cábalas, algo habitual para cualquier hincha, pero que para nosotros era –y volvió a ser después– un exotismo. La final fue contra Holanda, un equipo al que apodaban La naranja mecá

nica. El apodo tenía resonancia­s impactante­s: La naranja mecánica era un libro de Anthony Burgess que estaba en casa y que mi padre me había invitado a leer muchas veces, tantas como yo había declinado por no entender un pepino; y también una película de Kubrick, prohibidís­ima por la dictadura, que mi padre había logrado ver y que me narraba de a trocitos, poniendo la novena de Beethoven mientras yo me revolvía de gusto y pánico. No recuerdo nada de ese partido, pero sí lo que sucedió al final. Con el gol del triunfo, la ciudad estalló como el bramido de un monstruo. Mi hermano y yo corrimos a la calle y la encontramo­s repleta de gente. Todos saltaban, tocaban bocina. Empezamos a gritar: “¡Vamos al centro!”. Mis padres no querían, pero terminaron aceptando. Teníamos un Torino, un auto enorme y elegante que mi madre adoraba. Al llegar a la avenida San Martín había una multitud. Avanzamos a paso de hombre, el auto entre la masa eufórica. Era invierno y hacia un frío terrible, pero yo iba con la ventanilla baja gritando, igual que mi hermano, igual que buena parte de los veinticinc­o millones de argentinos: “¡Ar-gen-tina, Ar-gen-tina!”. Mis padres no decían nada. Avanzaban mudos –avergonzad­os– en medio de la gente enardecida. Cuando llegamos a la intersecci­ón con General Paz, me di cuenta de que ya no tenía en la muñeca el hermoso reloj con correa de cuero que me habían regalado ese año: mi primer reloj. Me sentí espantada. Había perdido un objeto que me hacía sentir adulta, que había ambicionad­o tanto. Por un segundo, el mundo fue una grieta donde aullaba el viento del terror. Pero miré el piso del auto y allí estaba: sólo se me había caído. No sé por qué le dije a mi madre: “Mami, se me cayó el reloj al piso pero ya lo encontré”. Mi madre me respondió con voz amarga: “Bueno. Ahora subí la ventanilla y no grites más”. Y yo le hice caso y no grité más, y hasta hoy me estremezco al recordar esos gritos.

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Jorge Videla mira la Copa del Mundo tras la victoria de Argentina en la final.
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