Barça 1 Real Madrid 2
Ganó Alemania, un ordenado equipazo de artesanos y atletas, y perdió Holanda, esa entrañable banda de dickensianos ladronzuelos talentosos de buen corazón.
En el verano de 1974 yo cumplía diez años, los alemanes iban de blanco y Cruyff de azul (y grana). Por mucho que trate de recordar, no puedo asegurar si vi la final de ése, mi primer Mundial, en blanco y negro o en color. Sí recuerdo dónde. En el comedor de mi abuela hasta que marcó Müller, Torpedo Müller –el perrito procurador de lo políticamente correcto agita la cabeza en señal de reprobación–. Estancia atiborrada de padre, vecino, madre, abuelastro, hermana pequeña, perro y gato derramándose en sillas y tresillos, Fanta de naranja, Rex, coñac y camiseta a lo Brando sin Brando. Después de ese gol que franquiciaba a Alemania hacia la victoria, seguí en la terraza, rompiendo nidos y ramas, chutando contra paredes, haciendo promesas a Dios Padre por un gol del 14 y luego otro más. Plegarias desatendidas: forja de un ateo.
Traté de captar las vibraciones del ambiente, ese grito ronco y de acometida gradual pero imparable como son –dicen– los orgasmos fingidos. Pero no pasó nada más allá de unos aullidos de posibilidades falladas. El 2 a 1 no se movió. Ganó Alemania, un ordenado equipazo de artesanos y atletas, y perdió Holanda, esa entrañable banda de dickensianos ladronzuelos talentosos de buen corazón.
España no jugaba ese Mundial. España no jugaba a nada para nadie. Era como un país que solo existía para que la palabra paella se sintiera menos extraña y para que Manolo Escobar pudiera cantar una canción. España nunca salía en las películas de la Segunda Guerra Mundial, siempre nos eliminaba Yugoslavia o Rumanía en fase clasificatoria y la más peligrosa fiera no humana en territorio patrio era un lince, bueno, un oso, bueno, da igual.
Con todo, esos años existía la sensación de que todo iba a cambiar y que eso se plasmaría con una victoria en ese Mundial. Pero el relato ilusionante fue frenado por los Maier, Vogts y especialmente ese mariscal a caballo que era Franz Beckenbauer. Por esos meses, Cruyff ya había conseguido –14 años después de la última– una Liga culé, metiéndole cinco goles al Madrid en el Bernabéu. Ya sé, ya sé, todo lugares comunes, no hay que simplificar y todo es relativismo y arrimar el ascua a su sardina. Lo sé. Pero era muy difícil no ver en aquella final del Mundial 74 otro Barça-Madrid en el que volvía a ganar el gen competitivo sobre la imaginación sin póliza del hogar. Por eso, ese 7 de julio de 1974 pareció que todo volvería a ser lo que fue. Error: el tocadiscos nunca más regresaría al salón de casa. El mundo del entretenimiento nunca fue ya del “verás cuando crezcas” porque ya no creció nadie. Un romanticismo de clase media y colorines no pedía paso, sino que cogía otro camino, aunque ese día ganara la hormiga sobre la cigarra y se arruinara un guion maravilloso, pero es que los torpedos están hechos para hundir barcos.
Y en España, que nunca estuvo para Guerras Mundiales ni para documentales sobre fieras feroces, tomamos nota y salimos a comprar, que para eso sí siempre hemos tenido dinero. El Barça que ya tenía el mismo entrenador que la selección holandesa, Rinus Michels, y a Cruyff, fichó a Neeskens, ídolo de tobilleras blancas, pero de poder hubiera fichado a todos los Países Bajos –de hecho Van Gaal casi lo consiguió años más tarde de no habérsele resistido el portero del Museo Van Gogh de Ámsterdam–. Y el Real casi hizo lo propio con Alemania: fichó a Breitner con su pelo a lo Sly Stone y ya tenía a Netzer (que no jugó la final). Cada uno creyó estar comprando en la tienda más adecuada a su idiosincrasia expandiendo esa final: uno compró un reloj que diera la hora y el otro, esa belleza inocua que desprecia copas y calendarios.