La bella Perugia, por Marta Sanz
Pequeña, intensa, laberíntica, maravillosa. Así es la capital de Umbría
Desde Roma atravesamos el Lacio y nos dirigimos hacia la región de Umbría dejando atrás, sobre montículos, ciudades que humean como si se acabase de apagar un incendio. La niebla y los nombres propios logran el sfumato y la irrealidad que se evaporan cuando llegamos a Perugia: los perfiles y colores se definen con apabullante belleza. Perugia es la capital de Umbría, región del centro de Italia sin salida al mar que empieza a sustituir a la Toscana como referente de un turismo que se quiere creer descubridor. Pero casi nadie sabe guardar un secreto. Los secretos carecen de sentido si no se alardea de ellos un poco. Perugia es una ciudad de estratos y laberintos, elevaciones y simas, que deja ver los sedimentos residuales de las destrucciones y construcciones de la historia.
Junto al encantador hotel La Rosetta, en la plaza de Italia, un impresionante mirador nos permite tomar una gran panorámica. Aquí también se accede a la Rocca Paolina, la fortaleza que constituye la joya arquitectónica de un lugar donde se tiene la sensación de vivir en el medievo. “Las paredes necesitan una mano de pintura”, dicen algunos; otros pasan el dedo por las estilizadísimas fachadas, por los arcos apuntados, la muralla y las puertas que circundan la ciudad: “Esto sí son calidades”. Las de la pátina del tiempo y las de una temperatura idónea para la proliferación de la trufa, manjar también secreto, que aromatiza la gastronomía perusina: tagliatelle con trufa y azafrán, salsa tartufata… En extremos menos boscosos, degustamos porchetta, ternera asada, carne roja, queso, vino…
Desde la Piazza Giacomo Matteotti se baja por la vía Cartolari —allí está la librería Mannaggia— y se llega a la Via della Viola, intervenida por artistas contemporáneos en una afortunada fusión de muro medieval e iconografías actuales; aquí encontramos acogedoras hosterías, como La Fame o Cívico 25. Cerca se ubica la espléndida capilla de San Severo. En las calles, la iluminación nocturna es tenue y cálida, y para subir las cuestas conviene agarrarse a los muros. No es una ciudad cómoda, pese a estar comunicada por ascensores y escaleras mecánicas: ir en coche desde la Università per Stranieri, en el dieciochesco Palazzo Gallenga Stuart, junto al imponente Arco Etrusco, hasta las no muy lejanas escalinatas de la Via Guglielmo Oberdan, puede llevar, por curvas y rotondas, más de 25 minutos.
Pero quienes disfrutamos de Perugia como turistas solo notamos que piernas y corazón nos funcionan bien mientras descendemos hacia la iglesia de San Ercolano, con su poliédrica torre del reloj, y caminamos por el Corso Cavour —allí está la librería Mondadori—, para acceder a San Domenico, una de las iglesias más grandes de Umbría que acoge, alrededor de uno de sus claustros, el Museo Arqueológico. Muy cerca, un callejón futurista esconde la casa natal del pintor Dottori.
A través de la Porta di San Pietro —cada puerta de Perugia combina lo mastodóntico y
La iluminación nocturna de Perugia es tenue y cálida, y para subir las cuestas conviene agarrarse a los muros
lo delicado— alcanzamos la iglesia monasterio de San Pietro, reconvertida en escuela agrícola. El monumento vive. Frente a la tónica medieval, el interior de San Pietro es casi barroco. Los frescos, el baldaquino suspendido en el aire, las tallas monstruosas del coro o su facistol se unen a la belleza espuria de un falso caravaggio o al verdaderamente hermoso lienzo de una judith, de inocente rostro, que sujeta la inmensa y decapitada cabeza de Holofernes. Dos estudiantes nos descubren el mágico huerto medieval: el paraíso alberga una representación de los signos zodiacales —escorpio se asocia con el orégano, así que mi signo huele a trattoria— y simboliza el tres como número perfecto a través de la sucesión descendente de magnolio, olivo e higuera; el infierno se muestra selvático; por el purgatorio, huerto humano, corre el agua y giran las ruedas de un molino.
Sibilas y colores
La ciudad es pequeña, pero de una intensidad extraordinaria: el Corso Vannucci se abre a la plaza de la Repubblica donde se sitúa la librería Feltrinelli, un quiosco de prensa, una tabaquería… Desde allí se disfruta de la vista lateral del Palazzo dei Priori y sus maravillas, como el Nobile Collegio del Cambio cuyas paredes se adornan con los frescos y el auto- rretrato de un sonrosadísimo Perugino en la sala de audiencias; también la colorista capilla de San Giovanni se llena de luz con los frescos de Giannicola di Paolo, pintor peruginesco, al que se relaciona con Rafael y Andrea del Sarto. En la confusión de manos, en el juego de intertextualidades, nos quedamos con un universo neoplatónico en el que las sibilas se mezclan con peleas de perros y gatos, imágenes religiosas y relatos de antiguas virtudes. Impresionan el color y la distribución narrativa de los frescos.
En la plaza IV de Novembre, la fachada principal del Palazzo dei Priori, vista desde la catedral de San Lorenzo, resume la armonía: escaleras en abanico, almenas, el grifo y el león, símbolos metálicos de la ciudad, suspendidos en el aire. Por la Via dei Priori vamos dejando atrás oratorios; calles esbeltas y angostas con ropa tendida; la superviviente torre degli Sciri. Y, de pronto, la iglesia de San Francesco al Prato, junto al Museo de la Academia y al oratorio de San Bernardino. Paz. Poliedros regulares y dulces fachadas rosa palo sobre el verde del césped. Equilibrio puro. Los pájaros cantan y dos mujeres retratan el lugar con sus pinturas.
Por la Via dei Priori vamos dejando atrás oratorios; calles esbeltas y angostas con ropa tendida, y la superviviente torre degli Sciri