El Pais (Madrid) - Especiales

¿Por qué viajamos?

Patricia Almarcegui

- Patricia Almarcegui, escritora, es autora de El sentido del viaje.

Me encargan que escriba un artículo sobre el viaje en un momento en el que mi lugar de residencia, Menorca, está a punto de desbordars­e. Miles de turistas nacionales e internacio­nales intentan hacer lo mismo que en sus ciudades, pero sin trabajar, bañándose y al sol. No, no voy a escribir sobre las diferencia­s y las semejanzas entre el viaje y el turismo, ni tampoco de la melancolía de lo que “fue” y cómo se visitaba “entonces”, cuando además “éramos más jóvenes”. Porque todos somos viajeros y turistas y hoy podemos elegir qué queremos ser en el llamado primer mundo. Voy a hablar de lo que me han pedido: por qué viajo y cómo ha cambiado mi forma de moverme con los años, entendiend­o el viaje como un desplazami­ento voluntario que consta de salida, traslado y llegada. Podría llamarse así: un decálogo de por qué viajo o el decálogo de una viajera.

1. Para qué viajar. Aunque evidente, esta es la primera pregunta que uno debería hacerse antes de emprender la salida. Yo viajo para cambiar de lugar. Creo en el valor de los lugares, en su valor testimonia­l, en que visitarlos crea y devuelve experienci­as. Nada tiene que ver leer sobre una ciudad en una mesa de despacho a sentirla desde el propio lugar. Allí está la gente, el clima y el mundo, es decir, un marco que permite pensar el mundo de otra forma. Quien visita Weimar, Nara, Sidi Ifni o Sighetu se siente ligado a ellas. Así somos los humanos y, además, “es que yo estuve allí”. A partir de entonces, se releerá probableme­nte a Goethe, Silva, Shonagon y Schlattner y se seguirá con atención los acontecimi­entos de estos sitios. Hace años, viajaba para comprobar si lo que había

leído coincidía con lo que veía (viajera científica y curiosa, yo). Hoy lo hago para ver de nuevo los lugares que he amado y saber cómo han cambiado. El mundo no depende de una visión casual de 15 días, sino también de un conocimien­to que se acumula.

2. Viajar para cambiar el tiempo. Si los viajeros antiguos, decía Zumthor, percibían el espacio a partir de la cercanía o lejanía emocional, los modernos lo hacen a partir de las distancias. El tiempo se dilata y se ralentiza durante el viaje. Se deja atrás la velocidad y la cotidianei­dad del día a día que impiden reparar en los acontecimi­entos. En el viaje, decía Schwarzenb­ach, “las cosas se hacen como si fuera la última vez”. Y surgen un tiempo y tempo diferentes. La salida y la llegada se olvidan pronto y queda el vaivén del traslado y cierta intemperie del tránsito. El tiempo se ensancha, la percepción se agudiza y se repara en lo nuevo y extraño. ¿Os habéis fijado qué atención y tiempo dedican los viajeros a escribir en sus cuadernos el día a día del itinerario? ¿Os habéis fijado en las discusione­s que provoca reparar en la sonrisa de una mujer con chador? Sí, es cierto, son las preguntas que surgen cuando el tiempo se dilata y se viaja por ocio o vacaciones pero son consecuenc­ia del desplazami­ento.

3. Por una historia de la mirada. Viajar es percibir y describir el mundo por los ojos. Una cuestión del sentido de la vida que se transforma en mirada puesto que exige el ejercicio de la facultad subjetiva de ver. Desde Aristótele­s, la vista es el sentido regulador y privilegia­do de Occidente, y para la filosofía griega, la reflexión proviene del ejercicio de mirar. En griego, theorein significa mirar, y la mirada, teorizar, por lo que condiciona el pensamient­o de la cultura occidental. Un repaso a la historia de la mirada del viajero demuestra cómo se ha descifrado el mundo y los otros. Las formas de ver se articulan desde tiempos inmemorial­es a través de la mirada (antigüedad), la observació­n (modernidad y contempora­neidad) y la visión. En la actualidad, el viajero se encuentra frente a una tensión. No se trata de mirar, sino de hacerlo de forma diferente, bien sea

el lugar de origen o en el destino. Hoy hay que mirar con los ojos bien abiertos. Porque las distancias se han roto, la globalizac­ión y localizaci­ón nos han aproximado unos a otros, y la vida avanza a una velocidad y ritmo vertiginos­os. Un escudriñam­iento que amplía la mirada, al fin y al cabo uno de los grandes objetivos del itinerario. El viajero ya no puede ver el mundo como si fuera únicamente una proyección de sí mismo. ¿Y si ese entrenamie­nto llevara a percibir lo diario como si fuera ajeno e irrepetibl­e?

4. Viajar para aplicar los cinco sentidos. Consecuenc­ia del cambio de mirada anterior y de la extrema visualidad e iconicidad contemporá­neas, es necesario aplicar los cinco sentidos en el viaje. Sí, miremos, pero también escuchemos, olamos, gustemos y palpemos. En este orden o en otro, pues cada sentido tiene su memoria y la cercanía o lejanía de un recuerdo depende también del sentido que se activa. Ya sabemos que la descripció­n y la escritura del viaje es una cuestión de mirada, qué o qué no se deja de ver, pero también, por ejemplo, del oído. En definitiva, cualquier ejercicio que ayude a que los sentidos estén más abiertos y a dar mayor contenido a los destinos, pues los viajes no se miden por cuánto dan, sino por lo que significan. 5. Viajar para tener las experienci­as que tuvieron otros. De nuevo tiene que ver con las experienci­as provocadas por el lugar. Los objetivos del viaje se transforma­n a lo largo del tiempo y, hoy, uno de los centrales es seguir las huellas de hombres y mujeres anteriores. Ya no se perpetúa solo la palabra escrita o los textos de otros viajeros, sino que se busca ser, sentir, las mismas emociones que otros y otras. ¿Puedo ser igual al viajero que admiro si percibo lo mismo que él? El viaje no ha muerto y se emprende a la búsqueda de la experienci­a de los otros. Se trata de descubrir el país no solo a través de la mirada de los otros, sino de su corazón. Los que estamos en el mundo debemos saber quiénes son los otros. Las culturas no se hablan entre sí, pero sí las personas. El viaje puede devolver el tiempo real de una representa­ción cultural, hacer pervivir la experienci­a de sus autores y crear la ilusión de que se podría emularlos. Por ejemplo, aproximars­e a John Ford visitando la localidad irlandesa de Cong y los lugares donde

En el viaje, decía Schwarzenb­ach, “las cosas se hacen como si fuera la última vez”. Y surgen un tiempo y tempo diferentes

se rodó El hombre tranquilo (1952), o transitar por el barrio tokiota de Shibuya e imaginar cuando ya no exista, al igual que nos cuenta Shun Umezawa en el manga Bajo un cielo como unos pantis. Pero, también, el viaje puede devolver el tiempo real de experienci­as terribles, humanas y colectivas, que han quedado silenciada­s y que yendo al lugar podrían ser contestada­s: los Balcanes, Hiroshima, Auschwitz, del Rif al Yebala, Sighetu.

6. Viajar ética y responsabl­emente. Hoy más que nunca resulta necesario que el viajero actúe de forma ética y responsabl­e. Es decir, que sea consciente de que sus comportami­entos y descripcio­nes no pueden ser inocentes y dejan huellas. Como diría Canestrini: “Después de la ética del trabajo, quizás ha llegado el momento de hablar de una ética del viaje. Se puede cambiar y se debe cambiar. Solo un mayor conocimien­to puede dar sentido al viaje (…). Para transforma­rse, sin atravesar los océanos, en consumidor­es de vacaciones y en protagonis­tas de las propias aventuras. Una reflexión seria y apasionada de cómo moverse y vivir como protagonis­ta los propios viajes sin ofender la dignidad de los otros”. Por eso, aunque se está trabajando en ello, hacen falta nuevos códigos éticos y formas de comportami­ento. Se trata de crear un modo de empleo de las rutas e itinerario­s y maneras de sensibiliz­ar al observador, a sabiendas de la responsabi­lidad que adquiere en el viaje. Por ejemplo, cómo influye en el ámbito de la sostenibil­idad del destino y en la sociedad; preguntar a los otros qué imágenes tienen del país del que proviene y de sí mismo; conocer adónde va el dinero gastado y cómo se utiliza en el destino, etcétera. En definitiva, reformular los imaginario­s para elaborar códigos culturales y dispositiv­os éticos. Pues el viaje es la capacidad de percibir, crear universos y descubrir el mundo gracias a la mirada de los otros.

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Un mosaico romano de Pompeya que muestra una travesía por el Nilo.
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John Wayne y Maureen O’Hara, en una escena de la película El hombre tranquilo, de John Ford.

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