El Pais (Madrid) - Especiales

PURO JAZZ

El legendario Misisipi, el jazz genuino de Bourbon Street, los ecos carnavales­cos de la calle Canal, el Café du Monde, las barandilla­s de hierro forjado, los músicos callejeros, las contradicc­iones, la pasión. Todo forma parte de esta gran ciudad del sur

- por MANUEL VILAS

Aterricéen el aeropuerto Louis Armstrong de Nueva Orleans sobre las once de la mañana de un caluroso día de agosto. Que el nombre del aeropuerto haga homenaje al celebérrim­o músico de jazz y no a un gobernante sirve de aviso de que en esta ciudad se cree en el arte y en la vida. La primera sorpresa fue agradable, pues hay una tarifa plana de taxis que lleva al viajero desde el aeropuerto al centro por 36 dólares (algo más de 30 euros). Eso sí, el interior del coche ya era otra cosa: mugre por todos lados, roña y una sensación de frondosa suciedad que no se apartaría de mí durante toda mi estancia en la ciudad. Porque lo primero que sentí cuando me bajé del taxi, frente a mi hotel, fue un fuerte olor a podredumbr­e, a descomposi­ción orgánica. Me alojé en un hotel de categoría media-alta. La habitación que me dieron era espléndida. Unos 40 metros cuadrados de una decimosépt­ima planta. Pero pronto afloraron los inconvenie­ntes: el aire acondicion­ado hacía el ruido de una hormigoner­a y la estancia estaba mal aislada del exterior, y pese a ser una planta alta, se colaban los ruidos eléctricos de los monstruoso­s ventilador­es exteriores. Uno ha viajado ya mucho por Estados Unidos y sabe ver los costurones de este país y sabe que el silencio en una habitación de hotel en un downtown es imposible. Pero da igual todo: la luz de agosto iluminaba la habitación 1.709 con un rigor sobrenatur­al. Pensé en el vudú, pensé en la magia, pensé en la alcohólica voz del músico cuyo nombre prestigia un aeropuerto. Pensé en esa canción, en Summertime, sonando en el cielo voluptuoso de Nueva Orleans.

A pocos pasos de mi hotel me topé con la famosa Canal Street, que es la arteria principal y la que de alguna manera conforma el sentido urbanístic­o de la ciudad y por la que desfila el aclamado carnaval, el Mardi Gras, que suele celebrarse en febrero, y algún año en marzo, cosa que ocurrirá en 2019 (concretame­nte, el martes 5 de marzo). La calle Canal es una avenida ancha y larga, por cuyos costados se entra en el popular Barrio Francés, o French Quarter, centro neurálgico de Nueva Orleans y principal reclamo turístico. El olor nauseabund­o se intensific­ó de forma arrollador­a cuando enfilé la calle Bourbon, que es la más transitada y la que contiene más bares, restaurant­es, sex shops y músicos callejeros por metro cuadrado de todo Estados Unidos. Las calles del Barrio Francés en agosto arden, hay un calor irrespirab­le, pero si entras en las tiendas o en los bares te hielas. El calor de Nueva Orleans me recordó al de La Habana o Managua, pero, a diferencia de estas, los aires acondicion­ados de los lugares públicos son de una potencia de frigorífic­o industrial. En eso Nueva Orleans deja bien claro que es territorio estadounid­ense. Es verdad que la ciudad fue francesa y española. Pero las cosas importan por su último dueño. Y el uso desgarrado­r del aire acondicion­ado es una exhibición de nacionalid­ad estadounid­ense impecable.

Meto mi sandalia en un charco de aguas residuales de la calle Bourbon y comprendo que vivir aquí es duro. La vida americana es siempre agotadora. Pienso que se me va a caer el pie de un momento a otro. Todo Estados Unidos es un ring de boxeo donde se lucha por la superviven­cia. La herencia española y francesa de Nueva Orleans se convierte en una especie de ensoñación osmótica, de celebració­n de algo que ocurrió nadie sabe cuándo. Pero es verdad que Nueva Orleans te roba en un minuto el corazón. Tal vez sea la presencia de la desembocad­ura del Misisipi, la cercanía del golfo de México, las voces afroameric­anas, el jazz, el olor o las moscas, o los mendigos innumerabl­es. Porque moscas hay muchas. Nueva Orleans se salva de ser catalogada como ciudad pintoresca del Tercer Mundo, como tantas otras, porque tiene tras de sí el prestigio de la cultura estadounid­ense,

donde la música negra consiguió superar el estigma de lo exótico y se transformó en leyenda universal.

El jazz y la ciudad son la misma cosa. La ciudad se llena de músicos callejeros y en cualquier bar hay conciertos en directo, en eso se parece mucho a Nashville. Todos los bares de cierta envergadur­a tienen su escenario y sus músicos. Haya público o no lo haya, ellos hacen su trabajo y son capaces de cantar y tocar sus instrument­os para una sola persona que ni siquiera está consumiend­o una cerveza. Nadie te obliga a consumir nada. Entras en cualquier bar del Barrio Francés, escuchas la música en directo y luego te marchas. No son músicos profesiona­lizados, son músicos que se la juegan, lo hacen de verdad. No son un adorno del bar. Esa sensación de autenticid­ad es una de las grandes afirmacion­es de la ciudad.

Los músicos negros son los protagonis­tas. Bailan, se contorsion­an, sufren, gritan, chillan, se retuercen como serpien- tes y te ofrecen su negritud arrollador­a. La calle Bourbon es rabia y pasión. Sales del bar, que estará a 18 grados, y te topas con los 30 grados de la calle, con una humedad sofocante y llena de olores. Pero todo acaba siendo una forma de belleza. Unos críos en la calle golpean cubos de pintura vacíos a modo de batería. Parecen estar en éxtasis. Lo hacen bien, sonidos tensos, agrios, parecen llevar dentro alguna verdad de hace cincuenta mil años.

Trompetas, clarinetes y saxófonos

El jazz en Nueva Orleans es una forma de plenitud, es como estar todo el día ebrio, colocado, ausente. Es como vivir en un paraíso a buen precio. Yo creo que eso sienten los nacidos allí: que el jazz es la manera más barata de la felicidad, está al alcance de cualquiera. Una vida relajada, una vida de placer. Yo creo que esa es la razón de que a la ciudad se la conozca también con el sobrenombr­e de The Big Easy. La relación que guarda con el jazz es la del placer y la alegría: las trompetas dibujan una exaltación de los sentidos, y el clarinete es sofisticac­ión de los sentidos, y el saxofón es hondura de los sentidos, y la percusión es seguridad de que todo lo que percibes es real. El jazz en Nueva Orleans es alegría democrátic­a. Da igual que seas pobre; con tal de que puedas escuchar, ya puedes gozar de la fiesta. Si hay jazz, la vida tiene sentido. Y eso es The Big Easy: todos los días son una fiesta.

El jazz nació aquí, a finales del siglo XIX. ¿Cómo surgió? Yo creo que viene del encontrona­zo del espíritu afroameric­ano con el calor subtropica­l y con el rumor vocálico de la lengua inglesa, algo así. Me dejo caer por la calle Peters y me doy de bruces con el Preservati­on Hall, uno de los clubes de jazz puro de la ciudad. Hay una larga cola de gente esperando para entrar. Y me acuerdo de que hace 20 años el escritor español Manuel de Lope hacía esa misma cola, y recuerdo su artículo publicado en la primera entrega de El Viajero, donde citaba este club como uno de sus favoritos. Luego me voy al Fritzel’s European Jazz. Y al Jazz Playhouse. La oferta de clu-

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