El Pais (Madrid) - Especiales

Ceuta y Melilla

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Bucear con tubo

Ceuta, donde conviven las culturas cristiana, musulmana, judía e hindú, cuenta con 21 kilómetros de costa bañada por aguas del Estrecho rebosantes de vida marina. Un buen lugar para bucear con gafas y tubo es la cala del Desnarigad­o o de la Potabiliza­dora, a la que se puede llegar en taxi. La ciudad autónoma también aprovecha el tirón del turismo cinematogr­áfico de películas como El niño (2014), de Daniel Monzón, o la serie de televisión El Príncipe. ceuta.si

Modernismo y minicrucer­os

Melilla invita a descubrir atractivos como el triángulo de la arquitectu­ra modernista. Su centro de recuperaci­ón de aves rapaces en el recinto del fuerte de Rostrogord­o ofrece visitas divulgativ­as y demostraci­ones de cetrería. Alrededor se extiende uno de los lugares más utilizados por los melillense­s para disfrutar de la naturaleza cerca de casa: los 350.000 metros cuadrados de Pinares de Rostrogord­o, una zona natural catalogada como parque periurbano. El Gobierno de Melilla también está impulsando minicrucer­os de fin de semana desde Almería, Málaga o Motril.

poderte tomar un café con leche como Dios manda. Ni en Nueva York, ni en Chicago, ni en Atlanta, ni en L. A., en ninguna ciudad de Estados Unidos saben hacer un simple café con leche. No lo entienden, jamás lo entenderán. Por eso, en el Café du Monde me siento resucitar, por fin me tomo un café con leche de verdad. No un litro de leche hirviendo con un dedo de café en un deprimente vaso de plástico.

El Café du Monde está siempre lleno, vayas a la hora que vayas. Es un espectácul­o de camareros afroameric­anos y orientales. Tienen unas sillas para ellos. Sirven un rato y otro rato descansan en esas sillas, y entonces aparentan ser clientes. De repente, me parecen mucho más interesant­es los camareros que toda Nueva Orleans. Están desfalleci­dos por el calor y por el trabajo. La camarera que sirve mi mesa es una anciana. Va encorvada, con una joroba de un palmo, abre la boca y solo tiene un diente. Siento una mezcla de pena y aversión. Pobre mujer, pero veo sus uñas dejando mis beignets en la mesa y me digo: “Y ahora qué hago, me los como o no me los como”. El Café du Monde parece un McDonald’s. Se sirve todo en cadena. Nadie ha llegado tan lejos en el capitalism­o a la hora de racionaliz­ar un servicio rápido de comida como la franquicia de hamburgues­as. De ahí que el Café du Monde le copie.

Al lado del Café du Monde está la orilla del Misisipi. Allí una empresa organiza un crucero con cena y espectácul­o de jazz en un vapor llamado Natchez. El barco me gusta, pero el precio es de 83 dólares (72 euros). Si eliges lunch en vez de cena es más barato. Me quedo mirando a un señor que acaba de sacar seis entradas para esta noche. Se está fumando un puro y bebe ron en un vaso de plástico. En Nueva Orleans se fuma a lo grande, como en La Habana, y la oferta de tiendas que venden toda clase de puros es abundante. Hasta mocosos de 15 años desfilan por el Barrio Francés con su humeante puro en la boca y con un sombrero blanco en la cabeza.

Me acerco hasta el Museo Cabildo, pero está cerrado por reformas. El que está abierto es el museo del Estado de Luisiana. Entro y me asaltan un montón de vídeos que rememoran la tragedia del huracán Katrina, que asoló The Big Easy en agosto de 2005. El Atlántico entró en la ciudad y la anegó y la devoró y la destruyó. Hubo cientos de muertos. La ciudad está bajo el nivel del mar y los diques de contención se rompieron. Me acerco al Museo del Jazz. Pagas una entrada que incluye tres museos. Así que hay que rentabiliz­ar la inversión, pero no hay gran cosa en el Museo del Jazz, más allá de fotos históricas de músicos. Eso sí: las fotos valen la pena. Las fotos, como dijo Barthes, siempre hablan de lo mismo: hablan de los muertos.

Voy a cenar al restaurant­e GW Fins, en el Barrio Francés.

Todos los bares de cierta envergadur­a tienen su escenario y sus músicos

Me dicen que no llevo pantalón largo, ni zapatos. Así que o vuelvo al hotel y me visto de hombre formal o aquí no me dejan entrar. Me voy al restaurant­e R’evolution, y el recepcioni­sta negro me dice lo mismo. Contrasta que te pidan que vayas vestido de manera elegante en medio de un montón de calles donde la gente escasament­e va vestida, donde la mendicidad es un escándalo desnudo. Jamás vi tanto mendigo en estado tan lamentable, a lo largo de mis viajes por este país, como en Nueva Orleans. Acabo cenando en un sitio que se llama Desire, en la calle Bienville. Está especializ­ado en marisco. Pido un plato de pescado con langostino­s, pez gato y ostras. Me lo traen todo metido en una gruesa capa de cemento armado a base de pan rallado y huevo. Y debajo del marisco hay dos enormes tajadas de pan. Le dan al noble langostino el mismo triste destino innoble que al pollo de la cadena KFC. Hay que estar loco para empanar una ostra, una originalid­ad de la famosa cocina criolla de Nueva Orleans, aunque ayer probé un pastel de cangrejo de río que me pareció excelente. También me pedí la jambalaya, la paella criolla, y me gustó, pese a que el picante era un poco exagerado.

El tranvía rojo

Me monto en el tranvía rojo, otra de las señas de identidad de The Big Easy. Quizás sea el tranvía más lento del mundo. Su lentitud es casi un estado filosófico del asombro: hasta la gente caminando llega antes que tú. Cuesta tres dólares el billete de día. Puedes cogerlo en Canal e irte hasta el French Market, que es un mercadillo interesant­e, donde encuentras pulseras, anillos, collares, carteras, cocodrilos, máscaras. Es un mercado para turistas, claro, que es lo que somos todos en este mundo. El tranvía tiene su encanto. Hay una parada que se llama Ursulines Station. Pasan a mi lado trenes madereros. Desde el tranvía ves partes del downtown que se han quedado en nada: solares abandonado­s, calles sin nadie, huecos urbanístic­os, zonas muertas, fantasmale­s.

Pero donde hay fantasmas es en los reputados cementerio­s de la ciudad. Visito el de Lafayette. Las gigantesca­s raíces de los árboles rompen las tumbas y acarician lo que queda de los muertos. Tengo que ir al cementerio de San Luis para ver la tumba de Marie Laveau, la afroameric­ana que practicaba vudú, porque el vudú es la religión de esta ciudad. Le digo en voz alta a Marie Laveau delante de su tumba: “Anda, si tienes poderes, devuélveme al tiempo de la juventud, cuando el mundo solo era futuro y yo tenía 20 años”. Pensaba que no me iba a entender nadie, pero a mi lado hay una uruguaya que se echa a reír.

Me marcho de Nueva Orleans con el alma llena de ornatos. No sé si volveré. Si vuelvo, me gustaría hacerlo en febrero o marzo, para poder ver el Mardi Gras, que es el momento de oro de estas calles. No sé si volveré, vuelvo a pensar, pues muchas son las ciudades de la tierra y pocos, muy pocos, los años de una vida. Manuel Vilas, poeta y escritor, es autor del libro de ensayo (Círculo de Tiza) y de la novela (Alfaguara).

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Cartel luminoso de una tienda de souvenirs en la calle Canal de Nueva Orleans.
 ??  ?? De arriba abajo, un camarero en el célebre Café du Monde de Nueva Orleans, y unas casas de arquitectu­ra típica de la ciudad al sureste del Estado de Luisiana (Estados Unidos).
De arriba abajo, un camarero en el célebre Café du Monde de Nueva Orleans, y unas casas de arquitectu­ra típica de la ciudad al sureste del Estado de Luisiana (Estados Unidos).
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