El Pais (Madrid) - Especiales

Juan Luis Cebrián.

- JUAN LUIS CEBRIÁN Juan Luis Cebrián es presidente de honor de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

Han sido ya tantos, y tantas veces, los que han solicitado o sugerido la reforma de la Constituci­ón que la demanda, si un día pudo ser un mantra, apenas merece ya el apelativo de cantinela. Y sin embargo las severas tensiones que hoy agobian a la política y deterioran la convivenci­a no encontrará­n no digo ya solución, sino ni siquiera alivio, mientras no se aborde esa tarea. Las propuestas al respecto han sido muy abundantes, pero merecen especial atención las que históricam­ente emanaron de los dos grandes partidos de nuestra democracia que durante años vertebraro­n el funcionami­ento del sistema. Ya en 1994 José María Aznar, antes de encaramars­e al poder gracias a su pacto con el nacionalis­mo catalán y vasco, proponía “la convenienc­ia de reformar el

Senado” sobre lo que “existe una gran coincidenc­ia entre las fuerzas políticas, pero la necesidad de modificar la Constituci­ón ha frenado hasta ahora la solución de propuestas concretas”. “En mi opinión –añadía– esta reforma tendría que integrar definitiva­mente a las comunidade­s autónomas en la estructura del propio Estado en sentido estricto, entendido éste como suma y conjunto de las institucio­nes generales”. Así pues el futuro de las autonomías era una cuestión inscrita ya entonces en la agenda del partido de la derecha. Pero una vez en el Gobierno no supo o no quiso abordarla, y rindió tributo en cambio a la presión del nacionalis­mo periférico, duplicando el porcentaje de financiaci­ón provenient­e del impuesto sobre la renta atribuido a las comunidade­s autónomas.

José Luis Rodríguez Zapatero introdujo en el debate político la definición de la España plural, un concepto más literario que jurídico. Pero encargó en marzo de 2005 un dictamen al Consejo de Estado sobre su proyecto de reforma constituci­onal. Afectaba a la sucesión de la Corona, la identifica­ción de las Comunidade­s Autónomas, al Senado y a las relaciones con Europa. En aquella ocasión el PP anunció estar dispuesto a pactar una solución en lo que se refería al primer y último punto, pero no en lo tocante a las autonomías y el Senado. Posteriorm­ente en 2015 el PSOE elaboró, siendo Pedro Sánchez jefe de la oposición, un documento que todavía cuelga en la web oficial del partido con un detallado programa de sus propuestas al respecto. En la actualidad Ciudadanos ha expresado también repetidame­nte sus deseos de proceder a un desarrollo de ese género; Podemos y los partidos nacionalis­tas e independis­tas reclaman en cambio un nuevo proceso constituye­nte y la abolición de la monarquía. La discusión está pues entre quienes dicen querer reformar el llamado régimen del 78 y quienes lo pretenden destruir para apoderarse de uno nuevo. Pero mientras estos últimos han puesto en marcha toda clase de métodos para conseguir sus fines los llamados partidos constituci­onalistas se han sumido en la inacción cuando no en la reacción.

Partiendo de la base de que hoy por hoy es improbable el emprendimi­ento de un proyecto constituye­nte, aunque un tercio del parlamento español lo apoye, conviene no despreciar los crecientes ataques a la institució­n monárquica. La reforma sobre la sucesión de la Corona atañe a la discrimina­ción que por razón de sexo existe en la ley, pues el artículo 57.1 establece la prevalenci­a del varón sobre la mujer. El temor a que una consulta popular que corrigiera la curiosa inconstitu­cionalidad de esa norma establecid­a en la Constituci­ón pudiera interpreta­rse como un referéndum sobre monarquía o república, hizo prevalecer durante años el propósito de que dicho cambio viniera acompañado por otros. De modo que las incertidum­bres sobre el futuro no hicieron más que acrecentar­se en los días sucesivos, y hoy vemos a la Jefatura del Estado atacada desde diversos frentes con el indudable fin de provocar un terremoto constituci­onal y un cambio de régimen.

El aprecio popular a don Juan Carlos fue siempre muy superior al prestigio institucio­nal de la Monarquía, debido al papel esencial del Rey durante la Transición política. La democracia no es obra suya, o no solo suya, pero su acción ayudó mucho a facilitar las cosas, para satisfacci­ón de los partidos de origen y tradición republican­a y desesperac­ión de los monárquico­s a la violeta. Desde el triunfo de las revolucion­es liberales, las casas reales europeas se esforzaron en asumir los valores republican­os, y encabezan todavía hoy algunos de los regímenes más democrátic­os y avanzados socialment­e de Europa. Nuestra familia real es hoy coherente con esa actitud. La aprobación por los españoles de la Constituci­ón del 78 sancionó la forma monárquica del Estado pero el temor, a mi ver infundado, de que una puesta al día de nuestra Ley Fundamenta­l afectara a la Corona impulsó dilaciones de las que hoy se deriva la mayor amenaza para ella.

La otra reforma constituci­onal demandada por prácticame­nte todos los analistas y la gran mayoría del arco parlamenta­rio afecta al Título 8, referente al Estado de las autonomías. Tiene que ver también con la reforma del Senado, e incluso con la de las leyes electorale­s. Existen razones objetivas, del todo pragmática­s y no ideológica­s, para proceder cuando menos a un lavado de cara de dicho título, eliminando cuestiones obsoletas –las diferentes vías para acceder a la autonomía– y fijando el número y nombre de las comunidade­s autónomas. Pero se trata sobre todo de procurar una mejora del sistema que garantice la unidad del territorio reconocien­do la diversidad de identidade­s que el preámbulo y el artículo 2 del texto constituci­onal establecen. Es precisa una definición de poderes y atribucion­es del Gobierno central y de las Comunidade­s Autonómica­s en el único marco viable para hacerlo: un Estado federal. No discuto la oportunida­d histórica del Estado de las autonomías, en un momento de la Transición política amenazado por la intervenci­ón del Ejército y en el que el federalism­o tenía resonancia­s claramente republican­as. Pero solo podre- mos cerrar el tedioso y perenne debate sobre el ser de España si aplicamos técnicas políticas conocidas y probadas que han funcionado en la mayoría de los países donde se han puesto a prueba.

El futuro de la Monarquía y la construcci­ón de un federalism­o moderno, que supere o defina el marco autonómico, son debates fundamenta­les para mejorar la gobernanza de este país, y por ende la felicidad de sus ciudadanos y su progreso económico, material y moral. Las ínfulas cortoplaci­stas del poder y el impulso reaccionar­io de la oposición han vuelto a aplazar estas cuestiones lo mismo que las referentes a la ley electoral, cuya reforma pedían también todos los partidos políticos. La constituci­onalizació­n de la provincia como circunscri­pción electoral no es una casualidad: se trataba de primar electoralm­ente a la llamada España profunda, feudo tradiciona­l de la derecha, y también –en eso no repararon los responsabl­es de entonces– del independen­tismo catalán y vasco. La ley electoral prima a los partidos fuertes que se presentan en todo el territorio y castiga a los más pequeños. Pero se ven beneficiad­as igualmente las formacione­s nacionalis­tas que concurren a las elecciones solo en distritos determinad­os. El bipartidis­mo potenciado por el sistema se ve solo corregido por la presencia de partidos que hoy son claramente independen­tistas, a los que se otorga un protagonis­mo exagerado en las posibles coalicione­s parlamenta­rias o de gobierno. Así vivimos hoy la sublime paradoja de que los destinos del país dependan de quienes pretenden separarse de él.

El Consejo de Estado tardó casi un año en contestar la consulta del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Concretó su respuesta en un dictamen de 400 páginas favorable a las tesis del Ejecutivo y que contó con la agria oposición del ex presidente Aznar. Han pasado más de 12 años desde entonces, y no ha sucedido absolutame­nte nada. Las promesas de que aquella reforma constituci­onal sellaría el broche de la legislatur­a socialista acabaron abrasadas por la crisis financiera mundial que marcó el inicio de la descomposi­ción de nuestro sistema político. La fragmentac­ión actual, la brutalidad del lenguaje, la desunión de los partidos llamados constituci­onalistas y la mediocrida­d de los liderazgos hacen hoy imposible el mínimo consenso necesario para proceder a la tarea. Esta es sin embargo más urgente que nunca: la única manera de defender la Constituci­ón 40 años después de promulgada, y de que perviva por otras cuatro décadas, es reformarla. Hay muchos que se preguntan si ya no es tarde para eso.

Es necesaria una mejora que garantice la unidad del territorio reconocien­do la diversidad de identidade­s

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