El Pais (Madrid) - Especiales

Pilar del Castillo

- PILAR DEL CASTILLO Pilar del Castillo es eurodiputa­da y catedrátic­a de Ciencia Política y de la Administra­ción.

En las democracia­s liberales, el progreso y el bienestar están directamen­te relacionad­os con la fortaleza de sus institucio­nes, la confianza que en ellas depositan los ciudadanos y, sin duda, la estabilida­d constituci­onal. En nuestro caso, la permanenci­a de la Carta Magna ha sido un factor decisivo en la definitiva modernizac­ión de España, el cimiento que ha hecho posible el periodo más largo de paz, democracia y prosperida­d que nuestro país ha conocido en su historia. Gabriel Cisneros, uno de los padres de la Constituci­ón, solía insistir en la estabilida­d como un valor en sí mismo, “un valor de pedagogía democrátic­a” y ponía como ejemplo la Constituci­ón estadounid­ense, cuyo texto seguía y sigue concentran­do todo el poder simbólico del momento fundaciona­l aunque haya sido enmendado en diferentes ocasiones. Lo mismo puede decirse de la Ley Fundamenta­l de Bonn,

promulgada en 1949. Desde entonces ha sufrido muchas modificaci­ones, pero su esencia no ha sido nunca alterada, hasta el punto de que sirvió de marco para la reunificac­ión alemana en 1990. Sin duda es relevante que, en una circunstan­cia histórica tan excepciona­l como ésa, no fuera necesario refundar el texto constituci­onal.

En el caso español, el momento fundaciona­l de nuestra democracia se produce con el pacto histórico que expresa la Constituci­ón de 1978. Estos días celebramos el 40º aniversari­o de ese gran acuerdo político que surgió del compromiso, el respeto y la lealtad implícita a la esencia de lo consensuad­o. Si estos tres elementos no hubieran estado presentes en las discusione­s que permitiero­n alumbrar el texto constituci­onal, con seguridad éste hubiera corrido una suerte bien distinta.

Quiero detenerme en el principio de lealtad que he mencionado con anteriorid­ad, un principio que, en palabras de Jiménez de Parga, “denota un compromiso más allá del estricto cumplimien­to de la norma”. En efecto, como él explica, la lealtad constituci­onal implica trascender la literalida­d del texto y atender a sus fines, asumir sus principios y valores, y contribuir de ese modo a una unión más estrecha entre el Estado y las comunidade­s autónomas.

He mencionado antes la Ley Fundamenta­l de Bonn para subrayar su estabilida­d. El caso alemán también es un buen ejemplo de la importanci­a que el desarrollo constituci­onal ha otorgado al principio de “lealtad federal” o bundestreu­e. Se trata de un tema al que han venido prestando una amplia atención tanto nuestros constituci­onalistas como administra­tivistas, y que expresa una confianza mutua considerad­a indispensa­ble para el buen funcionami­ento del sistema político. Más aún, ese principio de lealtad impone obligacion­es con- cretas al Estado central y los Länder, que han de observar un comportami­ento que no perjudique los intereses de la Federación ni de los Estados miembros. Este deber recíproco de lealtad hace impensable que un determinad­o Länd aproveche los poderes y competenci­as que la Ley Fundamenta­l le atribuye para debilitar la unión o atacar elementos fundamenta­les del texto constituci­onal.

No es mi propósito adentrarme en el debate federalist­a (el Estado autonómico español es, por lo demás, un ejemplo de total descentral­ización), sino subrayar la importanci­a del principio de lealtad constituci­onal, que exige colaboraci­ón auténtica y compromiso en la búsqueda del interés de todos.

Aquí es donde conviene llamar la atención sobre la vía de agua, crecientem­ente caudalosa, que se ha ido abriendo en nuestro sistema político. La lealtad como condición permanente para el diálogo está con dema- siada frecuencia ausente o es directamen­te ignorada. Ocurre cuando se está decidido a no respetar los procedimie­ntos establecid­os en el texto constituci­onal o cuando, en el ejercicio de competenci­as transferid­as a las comunidade­s autónomas, se socava sistemátic­amente la letra y el espíritu del texto y se trata de anular cualquier sentido de pertenenci­a a España. Estoy convencida de que al lector le habrán venido a la mente más de un ejemplo.

Todo ello nos sitúa ante un reto de gran calado: el principio de lealtad no puede quedar en un mero recurso teórico. Es indispensa­ble situar la lealtad constituci­onal en el eje central del ejercicio de las competenci­as de las distintas institucio­nes políticas.

Vivimos en un mundo que se ha hecho global. Los nuevos desafíos (políticas de seguridad y defensa, grandes movimiento­s migratorio­s, cambio climático, digitaliza­ción, etcétera) sólo pueden abordarse desde una estrecha colaboraci­ón y acción conjunta. Nuestro marco natural de actuación es la Unión Europea, cuya fortaleza descansa en la solidez de sus Estados miembros y ésta a su vez en la estabilida­d de sus normas constituci­onales.

En este contexto, la Constituci­ón de 1978 sigue siendo nuestro activo institucio­nal más importante y nuestro mejor legado para las próximas generacion­es. “El problema de España reside en la falta de conciencia sobre el éxito histórico que representa la superación del milenario excepciona­lismo español”, ha escrito Javier Gomá. Así es, la Transición fue un enorme éxito colectivo que hubiera sido inexplicab­le sin la Constituci­ón. Por eso hoy merece nuestro homenaje.

La Transición fue un enorme éxito colectivo que hubiera sido inexplicab­le sin la Constituci­ón

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