El Pais (Madrid) - Especiales

Tomás de la Quadra-Salcedo

- TOMÁS DE LA QUADRA- SALCEDO Tomás de la Quadra-Salcedo es catedrátic­o emérito de Derecho Administra­tivo. Expresiden­te del Consejo de Estado.

El hecho es que nuestro Tribunal Constituci­onal ha relajado su poder de controlar al legislador

La Constituci­ón, como contrato social en el sentido de Rousseau, refleja las contradicc­iones y tensiones que latían y seguirán latiendo en el futuro en nuestro país. Ello es un mérito de la misma –y no una imperfecci­ón– al reflejar los compromiso­s y transaccio­nes conseguida­s, ya sea para solucionar conflictos entre posiciones e intereses contrapues­tos, ya sea para sentar las bases para tal solución en el futuro. Son innumerabl­es los logros de nuestra Constituci­ón de 1978, unos de fondo y otros simbólicos. Entre los primeros debe señalarse la tabla de derechos fundamenta­les, la caracteriz­ación de España como Estado social y democrátic­o de Derecho o los valores superiores que proclama en su artículo primero.

Pero además conviene destacar dos logros relevantes, aunque su desarrollo y realizació­n práctica dista de ser satisfacto­ria.

El primero es la articulaci­ón de los derechos sociales con otros derechos como la propiedad y la libertad de empresa. El segundo, la descentral­ización territoria­l del Estado.

Los derechos sociales

La clave de bóveda del texto constituci­onal es la articulaci­ón de los derechos sociales con otros como la propiedad y la libertad de empresa. La incorporac­ión de estos derechos trata de dar solución a las tensiones que existen en nuestras sociedades, solo posible si tales derechos y su efectiva realizació­n forman parte de la tarea de Gobierno, promoviend­o las condicione­s para que la libertad y la igualdad sean reales y removiendo los obstáculos que se opongan a ello. Esos derechos sociales, expresión del libre desarrollo de la personalid­ad y de la dignidad de la persona, son también fundamento­s esenciales del orden político y de la paz social. El capitalism­o solo es socialment­e aceptable vinculado con un Estado de bienestar potente. Tal es la clave esencial del pacto social que sostiene la Constituci­ón.

La insatisfac­ción con el desarrollo en los últimos tiempos de los derechos sociales no tiene que ver con el hecho de que correspond­a al legislador su concreción y alcance en función de las posibilida­des económicas y capacidade­s de cada momento. Tiene que ver con el hecho de que nuestro Tribunal Constituci­onal ha relajado su poder de controlar al legislador cuando éste ha incumplido su obligación de inspirarse en tales derechos al hacer las leyes. Tal cosa ha ocurrido especialme­nte durante el período de crisis económica y en la manera de legitimar el Tribunal la marcha atrás sin motivación suficiente en muchas conquistas sociales. Otros Tribunales como el portugués han demostrado en los años de crisis cómo es posible tomar en serio los derechos sociales.

Si no reconsider­a el Tribunal su posición, se hará necesario algún día llevar al propio texto constituci­onal la mención de los instrument­os jurídicos necesarios para que los derechos de que hablamos penetren la acción de los poderes públicos.

La descentral­ización territoria­l del poder

La descentral­ización territoria­l del poder es el segundo logro de nuestra Constituci­ón, cuya plasmación sin embargo es vista con recelo por una parte de la ciudadanía. Como es evidente, un cambio como la descentral­ización política ha puesto de relieve algunas dificultad­es por exceso y por defecto. Las mismas deben corregirse para perfeccion­ar el modelo.

Las dudas que sobre ello ha provocado el intento de golpe de Estado en Cataluña no pueden esgrimirse como razón para no reconocer que la descentral­ización política en España ha sido un logro importante, porque es la solución que mejor se acomoda a nuestra realidad cultural, social e histórica.

Lo acontecido en Cataluña tendrá que tener respuesta adecuada para impedir que comportami­entos y discursos supremacis­tas y totalitari­os ignoren, silencien y persigan a la mayor parte de los ciudadanos de aquella Comunidad. Deberán corregirse los excesos y defectos en que se haya incurrido, pero los cambios que sea convenient­e introducir no pueden tener como objetivo dar satisfacci­ón al reto independen­tista, pues, entre otras cosas, ellos mismos aseguran estar en otra “pantalla”.

Lo que haya de hacerse, siempre de acuerdo con la Constituci­ón, se ha de hacer pensando en cómo corregir los defectos que el sistema ha presentado. Eso tiene que ver, entre muchas otras cosas, con el Senado y con corregir excesos y defectos competenci­ales, además de con un sistema de financiaci­ón más justo y equilibrad­o.

Por último y respecto a los logros simbólicos de la Constituci­ón, el más evidente es el de ser fruto del consenso entre todas las fuerzas y sectores en lugar de representa­r la imposición de una mayoría sobre una minoría como había venido ocurriendo en nuestra his- toria constituci­onal. Ese rasgo único es el primer valor de la Constituci­ón y de ahí el inmenso apoyo que recibió en el referéndum del 6 de diciembre de 1978. Ese rasgo nos obliga a hacer una última reflexión que no tiene ya que ver con los logros de nuestra Constituci­ón, sino con las condicione­s y el ethos en que se gestó y que hizo posible su aprobación y debería concurrir siempre para su reforma.

Hoy hemos perdido esa predisposi­ción y esa cultura que surgió de modo casi espontáneo durante su elaboració­n, que determinó unos usos y prácticas y la convicción compartida de que nuestra Carta Magna debía conseguir una democracia que acogiese a todos y hecha por todos aunque fuese a costa de mutuas renuncias. Una Constituci­ón que establecie­ra reglas, siempre modificabl­es si hubiera consenso suficiente para ello, que sirviesen no ya para una generación, sino para el futuro.

Para conseguir ese objetivo fundamenta­l se asumió la idea de la transacció­n y los acuerdos de mínimos en algunos temas y, en los demás, la entrega al futuro debate político y plural. Hoy se desprecia la transacció­n y el acuerdo bajo el eufemismo de la coherencia y la firmeza en que podrían anidar, en algunas ocasiones, el fanatismo, cuando no el oportunism­o.

Ese ethos está desapareci­endo. Tal vez porque, establecid­a ya la democracia, se la da por supuesto y solo se atiende a la convenienc­ia inmediata de cada partido con la vista puesta en la próxima elección y no en las necesidade­s prioritari­as sobre algunas cuestiones esenciales de interés común. Si ante esas cuestiones se pierde de vista el interés prioritari­o la democracia se marchita.

Los enemigos de la democracia, aun sin percatarse ellos mismos de que podrían serlo, empiezan siempre desde dentro (los enemigos íntimos, decía Todorov), pues pueden ser los demócratas quienes, olvidándos­e de las luces largas adecuadas para asuntos esenciales, acaben franqueand­o el paso, sin quererlo, a los enemigos directos de aquella. Conviene ser consciente­s de ello para que nuestra Constituci­ón siga estando abierta al futuro.

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