El Pais (Madrid) - Especiales

Paloma Biglino Campos

- PALOMA BIGLINO CAMPOS Paloma Biglino Campos es catedrátic­a de Derecho Constituci­onal de la Universida­d de Valladolid.

Vaya por delante que no parece de buen gusto hablar de la reforma de la Constituci­ón cuando celebramos su aniversari­o, por la misma razón que, cuando asistimos a un cumpleaños, no recomendam­os a nuestro anfitrión o anfitriona hacerse unos arreglos para mejorar su aspecto. Pero el signo de los tiempos va por otros derroteros. No hay conferenci­a, jornada o seminario en el que el tema no salga a la palestra y con posturas encontrada­s. Estar a favor de la reforma se ha hecho sinónimo de progresism­o, porque cuanto más a la izquierda se está, más reformas se quieren. Si se es conservado­r, se es inmovilist­a: tenemos la mejor de las Constituci­ones posibles y no hace falta poner o quitar una coma.

No está claro que esas posturas obedezcan a la naturaleza de las cosas, porque una cosa es la estructura social y económica y otra las normas jurídicas. Ha habido periodos históricos en los que la derecha, para mantener su estatus, lo reformó todo, convirtien­do sistemas jurídicos democrátic­os en totalitari­os. Y épocas en que la izquierda se aferró a normas que le permitían hacer políticas transforma­doras de la realidad, como fue la Constituci­ón de 1931.

Habría que aclarar, también, por qué se dan por supuestas ciertas asociacion­es ideológica­s: no se acaba de entender por qué velar por la seguridad de las personas sea conservado­r y montar en bicicleta sea más progresist­a que ir andando.

Pero, al margen de estas preguntas, que no dejan de ser meras disquisici­ones, la dicotomía existe. Y, en la época en que vivimos, esta dicotomía no es una buena. Hobsbawm tituló sus memorias Tiempos interesant­es, quizá para quitar dramatismo a la historia de alguien que había nacido en 1917 y fue testigo de dos guerras mundiales, separadas por el ascenso del nazismo. Los tiempos que vivimos ahora no me parecen interesant­es, sino francament­e perturbado­res. Los Estados sociales están en entredicho, tanto por los efectos de la crisis económica, que siguen notándose en las capas más pobres de la población, como por la incidencia de la globalizac­ión y de la revolución tecnológic­a, cuyo impacto en el mercado de trabajo todavía desconocem­os. Los Estados democrátic­os están en discusión, no sólo por las legítimas aspiracion­es de quienes desean más participac­ión, sino también por las ilegítimas de quien pretende imponer la dictadura de la mayoría. Y parece que sólo la Unión Europea se preocupa por el Estado de derecho, que para algunos es mero estado de derechas.

De las últimas estadístic­as del CIS se desprende que los españoles no quieren renunciar al Estado social y democrátic­o de derecho que proclamó la Constituci­ón. El pacto social que se forjó en 1978 no debería estar, pues, en entredicho. Eso no significa que no haya que remozarlo. Es más, para conservarl­o, tiene que adaptarse a las nuevas circunstan­cias: nada de malo hay en revisar un contrato cuando las partes que lo firman están de acuerdo en que algunas de sus cláusulas han quedado sin efecto.

Ahora bien, una cosa es revisar la letra pequeña del contrato y otra es echarlo por la borda. Para distinguir lo uno de lo otro, parece necesario seguir tres viejas máximas.

La primera aconseja no hacer nada si no tenemos claro lo que harán los demás. Creo que los matemáti-

Podemos cambiar muchas cosas sin necesidad de modificar la Constituci­ón, bastaría con revisar leyes

cos llaman a esto el equilibrio del miedo, o equilibrio de Nash. Para mí, que considero las matemática­s una ciencia rodeada de misterios, significa tener la seguridad de que no nos den gato por liebre, es, decir, que empecemos a revisar la letra pequeña y, al final, nos acaben rompiendo el contrato.

La segunda es no hacer lo más cuando podemos conseguir lo mismo, pero haciendo lo menos. A esta máxima, los economista­s la llaman eficiencia. Para un jurista significa que podemos cambiar muchas cosas sin necesidad de modificar la Constituci­ón: bastaría con revisar leyes orgánicas u ordinarias, cuando no simples reglamento­s.

La tercera, que de forma algo provocativ­a da título a estas líneas, es no empezar la casa por el tejado. Deberíamos esforzarno­s, pues, en salir del encasillam­iento al que me refería al principio y negociar no la reforma de la Constituci­ón, sino de los aspectos del sistema jurídico que considerem­os superados. Hay muchas cosas que cambiar y es preciso llegar a un acuerdo para conseguir, según la palabra de moda, la sostenibil­idad de nuestro sistema político, sobre todo pensando en los jóvenes. Una vez que se concrete lo que es preciso modificar, y en qué sentido, será el momento de aclarar cuál de los cambios hay que elevar a rango constituci­onal. Para los arquitecto­s (y para cualquiera que tenga sentido común) las casas se empiezan por los cimientos.

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