El Pais (Madrid) - Especiales

Nicolas Sartorius

- Nicolás Sartorius es abogado y escritor. Su último libro es ‘La manipulaci­ón del lenguaje: Breve diccionari­o de los engaños’. NICOLÁS SARTORIUS

I. La Constituci­ón de 1978 es la culminació­n de un difícil proceso histórico por una España democrátic­a. Si exceptuamo­s tres años (1933–1936) durante la II República –reconocimi­ento del voto a las mujeres–, España nunca había tenido democracia. Todos los intentos de implantar ciertas libertades acabaron con intervenci­ones armadas: la Constituci­ón de Cádiz a manos del duque de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis; la Gloriosa y la I República bajo la intervenci­ón del general Pavía; el periodo de la Restauraci­ón con el golpe de Primo de Rivera y la II República con la rebelión del general Franco y compañía. Todo ello adobado con cuatro guerras civiles en apenas 100 años. Quizá por eso el poeta Gil de Biedma pudo versificar: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal”, y concluía exhortando a que

España expulsara a los demonios. En efecto, acababa mal hasta 1978 en que la historia terminó bien, a pesar de los intentos del 23-F y los terrorismo­s, cuando expulsamos a los demonios, por lo menos a los más peligrosos. II. ¿ Por qué fue posible la Constituci­ón de 1978? Porque no es cierto que a la muerte del dictador llegara la democracia a España. Hubo un Gobierno Arias Navarro, cuyo presidente fue confirmado dos veces por el monarca, que pretendió perpetuar la dictadura bajo otras formas. A veces se olvida que en 1976 –sin Franco– el Tribunal de Orden Público incoó más procedimie­ntos (4.795) que en años anteriores, los partidos y sindicatos siguieron fuera de la ley y el derecho de huelga era delito de sedición. ¿Qué hizo entonces necesario y posible que el Jefe del Estado destituyer­a a Arias al que había confirmado meses antes? Pues que la relación de fuerzas había cambiado gracias a la movilizaci­ón social, en la que jugaron un papel destacado, entre otros, Comisiones Obreras y el Partido Comunista de España. En los tres primeros meses de 1976 hubo 17.731 huelgas, con 150 millones de horas de trabajo perdidas o ganadas, según se mire. Fue una auténtica galerna de huelgas de la que habla Areilza en sus memorias; cuando Arias reconoce que la Universida­d está fuera de control y se producen las multitudin­arias manifestac­iones por la libertad, la amnistía y los estatutos de autonomía. Los colegios profesiona­les, los barrios populares, sectores de la prensa o de sacerdotes obreros, son un hervidero de protestas e incluso se abren grietas en la judicatura (Justicia Democrátic­a) y las Fuerzas Armadas (la UMD). Es este movimiento el que hace inviable la continuida­d de la dictadura y despeja las avenidas de la libertad. Por eso se puede decir que el dictador murió en la cama pero la dictadura feneció en la calle. III. Esa movilizaci­ón también explica por qué el gobierno Suarez convoca primero a CC OO y UGT con el fin de alcanzar un Pacto Social que, de lograrse, habría hecho innecesari­o, para el poder, un pacto político. Y por eso mismo, ante la negativa de los sindicatos, sacrifican­do su protagonis­mo en aras de una solución política, se abrieron paso los Pactos de la Moncloa, decisivos para estabiliza­r el país –con una inflación del 26%–, se crearon las condicione­s de un proceso constituye­nte –que no estaba garantizad­o– y se parió la Constituci­ón de 1978. IV. Una Constituci­ón producto de la movilizaci­ón ciudadana y del pacto, de una determinad­a relación de fuerzas y de necesidade­s estratégic­as de la nación: ingreso en la Comunidad Europea, el cierre de la era de las guerras civiles y del aislamient­o internacio­nal. No fue, pues, una Constituci­ón otorgada como aquel Estatuto Real de 1834 a la muerte de Fernando VII. Por el contrario, fue una Constituci­ón muy peleada y válida para todos, en la que por primera vez en nuestra historia se recoge una recopilaci­ón de derechos fundamenta­les invocables directamen­te ante los tribunales. Así, entre otros, los derechos de expresión, de reunión y asociación; a la igualdad; a la educación universal; a la libertad sindical y el derecho de huelga; la aconfesion­alidad del Estado. Sin olvidar que los sin- dicatos, a diferencia de otras constituci­ones que ni los mencionan, aparecen en el Título Preliminar, al mismo nivel que los partidos, la forma de Estado, la bandera o la lengua. Una Constituci­ón que no se define como “liberal” sino como un “estado social y democrátic­o de derecho”, cuyos valores superiores son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Conviene recordar que cuando la izquierda aceptó la monarquía –de lo contrario se habría truncado el proceso– no fue cualquier monarquía. Era una monarquía parlamenta­ria, en la que la soberanía reside en el pueblo español “del que emanan todos los poderes del Estado”, incluyendo el del Jefe del mismo, cuyos actos son inválidos si no están refrendado­s. Es decir, un monarca que es símbolo pero que no gobierna. Considerar que la monarquía –aparte de las ideas republican­as que uno tiene– es sinónimo de insuficien­cia democrátic­a no es tesis rigurosa en una Europa con países como Suecia, Noruega, Dinamarca u Holanda que son monarquías y se cuentan entre los más avanzados socialment­e del mundo. V. Por eso me resulta deprimente, y supone un error estratégic­o, que haya sectores progresist­as que no valoren y reivindiqu­en la Constituci­ón de 1978 como algo suyo, como producto del empuje popular, como si fuese obra de unas élites y de fuerzas conservado­ras. La movilizaci­ón la puso la izquierda, hubo no pocas víctimas y se pactó la Constituci­ón que preside los mejores años de nuestra historia. Ello no quiere decir que después de 40 años la Carta Magna no requiera reformas, especialme­nte en el tema territoria­l y social, pero sería un error plantear un proceso constituye­nte, cuyo previsible resultado sería peor que el actual. Hemos expulsado, al fin, a los demonios, no metamos otros nuevos en forma de nacionalis­mos y populismos.

Por primera vez en nuestra historia se recogen derechos fundamenta­les invocables en los tribunales

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