El Pais (Madrid) - Especiales

Bécquer, el poeta errante

En Sevilla nació y está su tumba. Pero a lo largo de su vida, el escritor visitó Toledo, el Moncayo, Soria o Navarra. Paisajes que tornó en mágicos escenarios de sus leyendas

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Es el segundo escritor español más leído o conocido, después de Cervantes; eso dicen los muñidores de estadístic­as. Y no ha evitado los estragos de la actual pandemia: el 150º aniversari­o de la muerte de Bécquer, que se cernía como gran efeméride el pasado año, ha retrasado a 2021 eventos, festivales y otras celebracio­nes. No es para menos. Es nuestro poeta romántico más popular, una suerte de eslabón entre Lord Byron o Heinrich Heine (a quien él admiraba) y los más jóvenes Eminescu, Rimbaud o Sarkia, todos ellos abanderado­s de una lírica patria y cadáveres prematuros. Pese a los contratiem­pos, no han faltado homenajes y relecturas: una reciente biografía de Joan Estruch, Bécquer. Vida y época, deshace el mito de poeta maldito, solitario y desdichado, soñador y pobre; destaca, por contra, su faceta más “social” y cierto compromiso político moderado o conservado­r. Lo que está claro es que fue un viajero pertinaz. Y aprovechó los lugares que recorría para tornarlos en paisaje de sus escritos. De su Sevilla natal a Madrid, pasando por Toledo, Soria, la zona aragonesa del Moncayo o Navarra, calles, ríos o bosques se convierten gracias a su pluma en mágicos escenarios de leyenda.

La casa donde nació el 17 de febrero de 1836, en la sevillana calle del Conde de Barajas, y otro par de ellas donde residió evocan al poeta con una simple placa, lo mismo que la derruida Venta de los Gatos. Estudió en el Real Colegio de San Telmo —actual sede de la Junta de Andalucía— y volvió a su ciudad en varias ocasiones. La última, en 1913, cuando fueron llevados sus restos a la universida­d hispalense. En

1972 se trasladarí­an, junto con los de su hermano Valeriano, al Panteón de Sevillanos Ilustres. Su busto preside la glorieta de Bécquer, en el parque de María Luisa. Y una de sus leyendas más célebres, Maese Pérez el Organista, da relieve al órgano del convento de Santa Inés.

Con apenas 18 años, Gustavo Adolfo se traslada a Madrid soñando con hacer carrera literaria. Es en esa época cuando vive algo parecido a una bohemia de manual. Desde la villa y corte hace escapadas a Toledo, acompañado siempre por su hermano, pintor costumbris­ta (como lo fuera el padre). Tenía en la cabeza escribir una Historia de los templos de España, siguiendo la estela de Chateaubri­and y su monumental Génie du christiani­sme; pero Bécquer solo llegó a completar una primera parte, referida a templos toledanos. Por cierto, en la portada del convento de San Clemente, y al igual que Byron en el castillo de Chillon (Suiza), dejó una firma que aún se conserva. Cuentan que cierta noche, hablando con su hermano de arquitrabe­s, arbotantes y otros términos abstrusos, unos guardias los oyeron y los arrestaron, pensando que eran espías. La Toledo que conoció le vino de perlas para situar algunas de sus Leyendas más célebres. Rincones, rótulos callejeros o viejas tradicione­s se prestaban a ello: los amores desdichado­s En la portada entre cristiano y judía afloran

del convento en El pozo amargo o La rosa de

de San la pasión; el enjambre de piedra de la catedral le inspiraría La ajorca de Clemente, en

Toledo, dejó oro; los pasadizos y callejones, El

Cristo de la calavera, El Cristo de las

una firma cuchillada­s o El callejón del infierno;

que aún se ve personajes históricos surgen en El beso o Las tres fechas… A esos lugares llegan hoy visitas guiadas o incluso teatraliza­das, asombrando a los turistas con lances de honor y amores imposibles.

A los 21 años comienza a sufrir los primeros trastornos respirator­ios. Tras unos años de escarceos (y desengaños) amorosas, intima con la hija del médico que le atiende, Casta Esteban. Se casan en 1861 en la madrileña parroquia de San Sebastián. Ese verano, en lo que podría considerar­se su luna de miel, pasan una temporada en el balneario de Fitero, frecuentad­o entonces por políticos y próceres averiados. El ahora llamado hotel Bécquer acoge la suite 350, que recuerda su estancia. En el monasterio de Fitero sitúa la leyenda de El Miserere, y en sus entornos, La cueva de la mora. Roncesvall­es y Olite (con su pequeño ensayo Castillo Real de Olite. Notas de un viaje por Navarra) son otros enclaves navarros objeto de sus escritos.

Su mujer tenía casa familiar en la localidad soriana de Noviercas y allí se trasladaro­n para que naciera su primer hijo. En la ciudad de Soria, a orillas del Duero, sitúa otra de sus narracione­s más célebres, El monte de las ánimas; ello dio pie a colocar allí una estatua del poeta y celebrar, cada mes de noviembre, el Festival de las Ánimas.

Pero su salud empeoraba, así que en compañía de Valeriano buscó los aires saludables del Moncayo, aposentánd­ose en el monasterio de Veruela. Este había quedado abandonado tras la Desamortiz­ación de Mendizábal; para atajar su ruina, una familia de Tudela instaló en él una hospedería. En los meses que permaneció allí, entre diciembre de 1863 y julio de 1864, Bécquer tuvo ocasión de visitar Tarazona y su mercado, así como otros pueblos del piedemonte. Enviaba a Madrid sus crónicas bajo el epígrafe Cartas desde mi celda. Y situó en el entorno del Moncayo leyendas como La corza blanca o Los ojos verdes. En Trasmoz recogió la historia, truculenta y real, de la Tía Casca, yerbatera acusada de brujería y linchada por los vecinos. Al pie del castillo se colocó una estatua sedente de Bécquer, robada luego y troceada para vender como chatarra.

Al regresar a Madrid, nace su segundo hijo y asume la dirección del periódico El Contemporá­neo. Pero a los problemas de salud se suman los domésticos: su esposa Casta le es infiel, y cuando nace en Noviercas su tercer hijo hay quien pone en duda la paternidad del escritor. En 1870, al cumplir 34 años, está dirigiendo La Ilustració­n de Madrid. En septiembre de ese año muere su hermano Valeriano. Y el 22 de diciembre fallece el propio Gustavo Adolfo; no parece que fuera, como se ha dicho, de tuberculos­is, sino por una pulmonía, o tal vez sífilis. Dos días después, a la salida del funeral, el pintor José Casado del Alisal reúne en su estudio a los amigos del poeta y propone un crowdfundi­ng (entonces lo llamaban “suscripció­n popular”) para editar la obra dispersa y ayudar a la viuda. La iniciativa fue un éxito (el propio rey Amadeo de Saboya encabezaba la lista) y las obras completas de Bécquer aparecían en dos tomos al año siguiente. Hace justo 150 años.

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Exterior del Palacio Real de Olite (Navarra).

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