El Pais (Galicia) (ABC)

El caso del ladrón compadecid­o

- MANUEL JABOIS

Ocurrió el domingo. Un hombre se acercó a la mesa de un bar a pedir unas monedas. Se echó sobre la mesa para llegar a la chica que se las estaba dando; mientras con la mano cogía las monedas, con la otra se llevaba un teléfono móvil que estaba apoyado en la mesa. En tiempos tan zafios en los que apenas hay disimulo, y cuando lo hay se detecta rápido, la maniobra fue digna de elogio: rápida, entrenada y sin escrúpulos.

Cuando la analicé en frío en casa admiré la inteligenc­ia del ladrón. Si uno pide en una mesa, y la mesa en pleno no da nada, lo lógico es que de paso la mesa extreme la precaución; si se accede a dar, inconscien­temente se relaja. Así se producen muchos de los robos actuales, desde los callejeros hasta los políticos: te roban porque no te cabe en la cabeza que alguien a quien das dinero te vaya a coger más.

El caso es que el teléfono siguió emitiendo señal. Con una chica al mando de las operacione­s levantando el Google Maps, unas cuantas personas nos levantamos siguiendo la luz que nos indicaba la posición del móvil por las calles de Madrid. Hasta que se paró en mitad de un parque, y allí nos metimos todos a intercepta­r a un señor a la carrera y a gritos, que yo pensaba si merecía la pena tanta tecnología en caso de no ser el él; el ridículo no lo hubiera compensado ni la existencia de Internet. Resultó no ser el mismo que había robado el móvil, pero tenía toda la pinta de haber robado algo en la última media hora; al vernos levantó las manos y dijo: “¡Os lo doy, os lo doy!”. Hasta me sentí en una tómbola a ver qué me tocaba. Entonces se sentó en el coche que tenía abierto a su lado, y dos de nosotros nos metimos con él mientras lo paralizába­mos; quiso arrancar, pero un par de embestidas le hizo olvidar la idea. Así que nos dio un móvil, que no era. Otro, que tampoco era. Uno más, que tampoco. Caí en la cuenta de que el coche estaba puenteado.

El ladrón de teléfonos móviles no tenía el nuestro; era imposible porque sacó tres de la guantera, su coche era robado y se acercaban dos coches de la Policía Nacional.

Para entonces ya había un precioso corro de curiosos aportando opiniones y soluciones, además de algunos métodos de tortura. Me hace gracia la gente que critica las redes sociales porque va todo el mundo allí a entender de todo. En aquel parque uno estaba a merced de gente que dos minutos antes estaba fumando un porro y ahora estaba inventándo­se cifras de delincuenc­ia callejera en el último semestre en el barrio de Tetuán.

Entonces se produjo algo que varios no pudimos controlar: una especie de lástima que yo había visto en algunos pijos de sentimient­os sofisticad­os, pero no había experiment­ado como propia. No por el móvil, sino porque el ladrón apenas había mostrado resistenci­a: no había sido un malo absoluto, sino un malo resignado. Era evidente que formaba parte de una banda, porque el móvil había estado allí y ya no estaba, y él mismo tenía un vivero de ellos. Pero el hecho de que no intentase pegarnos y escapar, de que no sacase ningún arma, de que no nos insultase o no se hubiese fajado con nosotros, nos hizo compadecer­nos.

Había permanecid­o callado y en pie esperando la detención, e insistía en que no tenía nuestro móvil, algo que a esas horas ya era evidente. Cuando llegó la policía se registró en profundida­d el coche, se le volvió a interrogar, se buscó el teléfono por los alrededore­s. A él lo esposaron, lo metieron en el coche y se lo llevaron. Intenté pensar en la alegría de la gente que recuperarí­a su teléfono y su coche, en toda la gente que no éramos nosotros.

No te cabe en la cabeza que alguien a quien das dinero te coja más

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