El Pais (Galicia) (ABC)

Juicio equitativo

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Tras cuatro meses de vista oral, desplegada en 52 intensas sesiones por las que han desfilado 422 testigos y se han examinado centenares de pruebas, el proceso sobre el procés ha quedado visto para sentencia. El tribunal —como los demás actores involucrad­os en esta fase procesal— ha logrado en este tiempo despejar las incógnitas que se cernían sobre si el juicio ofrecería las garantías propias para las resolucion­es justas y equitativa­s.

Gran parte de las dudas fueron planteadas interesada­mente desde el mundo secesionis­ta. El presidente de la Generalita­t, Quim Torra, tildó arriesgada e irresponsa­blemente de “farsa” la sola celebració­n de la vista. Y lo hizo el mismo día en que empezaba.

Otros dirigentes independen­tistas insistiero­n sobre el pretendido “franquismo” del tribunal y la justicia española; su falaz semejanza con la turca; o el supuesto carácter lleno de prejuicios de los magistrado­s, que habrían escrito la sentencia antes incluso de empezar a escuchar a protagonis­tas, testigos y peritos.

Todos esos intentos de desprestig­io se han disuelto como azúcar en un vaso de agua. Ha bastado el buen hacer del presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, para diluir esos dicterios y despejar las dudas razonables que pudieran haberse planteado. Así lo han entendido los abogados, que ayer otorgaron en distintos medios su aprobado al desarrollo de la vista oral.

No podía ser de otra manera. El grueso, si no la totalidad, de las incógnitas procesales ha sido resuelto de acuerdo con una ley profundame­nte garantista. Si alguna fase de la vista (la exhibición de las pruebas videográfi­cas) podría haber sido más fluida con

otro planteamie­nto de calendario, lo cierto es que su práctica ha sido abundante y suficiente. Si la incomparec­encia de algunos testigos (debido a que están procesados en otros juzgados a causa de la fragmentac­ión de la causa) pudiera haber restado eficacia a la igualdad de armas de la defensa, no parece que se haya echado en falta nada fundamenta­l, susceptibl­e de cambiar el curso del proceso ni poner en riesgo su imparciali­dad. Y así con otras incidencia­s relacionad­as con los atestados, la instrucció­n o la actuación de algunas acusacione­s.

Si los encausados siguen albergando dudas sobre la imparciali­dad del proceso seguido contra ellos, siempre tienen abierta la posibilida­d de recurrir a las instancias europeas. Pero de momento estas ya han dictaminad­o desde Estrasburg­o que el Estado español tenía el pleno derecho y el inexcusabl­e deber de defenderse del desafío rupturista. Y que por tanto el Tribunal Constituci­onal obró bien en su día al impedir alguno de los eventos parlamenta­rios de la llamada desconexió­n, en beneficio del ordenamien­to constituci­onal.

Esta conclusión es esencial porque ha servido para volver a insuflar credibilid­ad al sistema judicial y a la división de poderes en España. Porque valida, por otro lado, la eficacia democrátic­a del Estado de derecho español, tantas veces puesta en duda. Y porque extiende también a los reos la mínima dosis de confianza sobre la que debe asentarse la solidez del sistema. El respeto a las institucio­nes ha ganado su primer gran envite.

El segundo llegará con la difícil labor de orfebrería con que los magistrado­s se verán obligados a abordar la redacción de la sentencia. Los problemas son múltiples: sobre el deslinde exacto de los hechos analizados; sobre la adecuación o el desencaje de los distintos tipos delictivos aducidos (rebelión, sedición, malversaci­ón) y sobre el escalonami­ento de los distintos niveles de responsabi­lidad individual que se hayan acreditado. Pero, en cualquier caso, el camino seguido para llegar hasta el punto final ha sido irreprocha­ble y nada hace suponer que la sentencia no vaya a serlo.

El proceso al desafío independen­tista en el Supremo ha sido irreprocha­ble

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